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El viernes por la tarde, mientras leía la noticia de la inminente compra de EA, me acordé de un libro que mi padre tenía en casa cuando yo era un crío: Barbarians at the Gate. Lo escribió Bryan Burrough en 1989 para contar cómo un fondo de inversión llamado Kohlberg Kravis Roberts había comprado RJR Nabisco —una compañía centenaria de tabaco y galletas— por veinticinco mil millones de dólares. El título era literal: bárbaros a las puertas. Esa compra fue durante casi dos décadas la mayor de la historia, y lo que vino después fue un desfile de reestructuraciones brutales, despidos masivos y el desmantelamiento quirúrgico de una empresa convertida en cadáver del que extraer hasta el último gramo de valor. El modelo funcionó tan bien —al menos para quienes se llevaron el botín— que se repitió una y otra vez durante las décadas siguientes.
La industria discográfica cayó primero. EMI, que había parido a The Beatles y Pink Floyd, acabó troceada y vendida al mejor postor. Después llegó el turno del cine, con estudios absorbidos por conglomerados sin rostro. Más tarde la literatura, donde Penguin Random House se tragó a decenas de editoriales independientes hasta controlar casi un tercio del mercado anglosajón del libro. Cada vez era lo mismo: fondos comprando con deuda, exprimiendo todo, recortando personal, y cuando ya no quedaba zumo que extraer, dejando el cadáver caliente y marchándose con las ganancias.
Durante años, quienes amábamos los videojuegos contemplamos ese festín desde la distancia con una mezcla de horror y alivio. Horror porque veíamos cómo todas las industrias culturales del siglo XX terminaban devoradas por la misma lógica extractiva. Alivio porque, de algún modo inexplicable, nosotros parecíamos inmunes. Quizá éramos demasiado jóvenes, demasiado pequeños, demasiado raros para que los grandes fondos se fijaran en nosotros. O quizá —y esta era la ilusión más peligrosa— éramos diferentes. Habíamos nacido ya en la era digital, ya en el turbocapitalismo, y quizá por eso podíamos esquivar el destino que había aplastado al resto.
Durante décadas pedimos, rogamos, exigimos que se nos tomara en serio como medio artístico, como industria cultural, como fenómeno digno de atención, más allá del estigma del crío encerrado en su habitación. Y durante un tiempo pareció que lo estábamos consiguiendo: museos dedicando exposiciones a nuestros clásicos, universidades estudiando nuestras narrativas, incluso ese término tan resbaladizo —«madurez»— empezaba a pegarse a nosotros sin que sonara del todo ridículo.
Pero resulta que la madurez tiene un precio.
Y el lunes 29 de septiembre de 2025, el mundo descubrió exactamente cuál es ese precio: cincuenta y cinco mil millones de dólares.
Esa es la cifra que un consorcio formado por el Fondo de Inversión Pública de Arabia Saudí, la firma de capital privado Silver Lake y Affinity Partners —el vehículo de inversión de Jared Kushner, yerno de Donald Trump— ha pagado por Electronic Arts en lo que constituye la segunda compra más cara de la historia de los videojuegos, solo superada por la adquisición de Activision Blizzard por parte de Microsoft. Los bárbaros ya no estaban a las puertas. Están dentro, sentados en los despachos de Redwood City, California, y vienen con veinte mil millones de dólares en deuda bajo el brazo.

La estructura del acuerdo es tan reveladora como aterradora. De los cincuenta y cinco mil millones, treinta y seis mil son inversión directa del consorcio. Los veinte mil restantes son un préstamo de JPMorgan Chase Bank que deberá devolverse con los intereses correspondientes.
Esto es lo que se conoce como «compra apalancada» o leveraged buyout: los compradores apenas ponen dinero de su bolsillo y obligan a la compañía adquirida a cargar con la deuda de su propia compra. Como si EA tuviese que pagarse a sí misma el privilegio de haber sido vendida. Es una operación financiera de una elegancia perversa, y sus implicaciones son tan claras como brutales: EA necesita ahora generar beneficios suficientes no solo para mantener sus operaciones, sino para devolver veinte mil millones de dólares más intereses en un plazo relativamente corto.
Y cuando una compañía se ve en esa tesitura, cuando la guillotina de la deuda pende sobre su cuello, hay una variable que siempre se sacrifica primero.
Las personas.
No hace falta ser economista para entender lo que viene. Toys R Us quebró en 2017 después de una compra apalancada. Party City cerró sus puertas en 2024 por el mismo motivo. El patrón es tan previsible como un metrónomo: los fondos compran con deuda, exprimen todo lo que pueden, recortan personal, cierran divisiones no rentables, desmantelan la empresa y se largan con las ganancias.
No es especulación. Es historia reciente del capitalismo. Y EA tiene ahora el dudoso honor de ser el próximo caso de estudio de Think tanks grises y con olor a gomina.
Andrew Wilson, CEO de Electronic Arts, permanecerá en su puesto.
En un comunicado dirigido a los empleados ha escrito: «Esta es una de las inversiones más grandes y significativas jamás realizadas en la industria del entretenimiento. Nuestros nuevos socios creen en nuestra gente, en nuestro liderazgo y en la visión a largo plazo que estamos construyendo juntos».
Hay que leerlo dos veces para entender hasta qué punto roza la obscenidad.
Es ese lenguaje corporativo que te dan ganas de meter en Google Translate pero del revés. De eufemismo a verdad. De mierda a realidad. Cuando Wilson dice «visión a largo plazo», lo que realmente significa es «rentabilidad inmediata». Cuando habla de «creer en nuestra gente», lo que viene es una ola de despidos. Y cuando menciona «nuevos socios», está hablando de un fondo soberano de un régimen autoritario que ha ejecutado a doscientas cuarenta y una personas solo en lo que va de 2025, según Human Rights Watch.
Doscientas. Cuarenta. Y una.
Solo en nueve meses.
Esos son los socios que Andrew Wilson dice que «creen en nuestra gente».

El Fondo de Inversión Pública de Arabia Saudí ya poseía casi el diez por ciento de EA, además de participaciones en Nintendo, Take-Two, Capcom y SNK. No es un inversor cualquiera. Es el brazo financiero de la estrategia saudí de sportswashing —ese término tan preciso para describir cómo los regímenes con pésima reputación internacional intentan lavarla comprando equipos de fútbol, circuitos de Fórmula 1, torneos de golf y, ahora, compañías de videojuegos.
El año pasado organizaron la Esports World Cup, un espectáculo millonario que intenta posicionar a Arabia Saudí como hub tecnológico y de videojuegos mientras Human Rights Watch documenta ejecuciones y el asesinato del periodista Jamal Khashoggi sigue anclado en la memoria colectiva. El príncipe heredero y primer ministro Mohammed bin Salman, presunto autor intelectual de ese asesinato según servicios de inteligencia occidentales (algo que él niega), ha convertido el videojuego en un proyecto personal. A través de su subsidiaria Savvy Games Group, el PIF controla ya el cuarenta por ciento del mercado global de esports.
No son números. Son banderas clavadas en territorio conquistado.
Silver Lake, por su parte, es uno de los rumoreados nuevos propietarios de TikTok en Estados Unidos, en un enredo geopolítico que mezcla a Oracle y MGX y que lleva años sin resolverse. Y luego está Affinity Partners, la firma que Jared Kushner fundó en 2021 con dos mil millones de dólares que, curiosamente, provienen en gran medida del propio PIF saudí. El Senado estadounidense abrió una investigación sobre Affinity el año pasado por temor a que sus inversores extranjeros pudieran estar más interesados en canalizar dinero a la familia Trump que en rentabilidad comercial.
Kushner, en declaraciones a la prensa, dijo estar «emocionado» por la compra de EA porque «crecí jugando sus juegos y ahora los disfruto con mis hijos». Es el tipo de frase que suena entrañable hasta que recuerdas que este hombre ha diseñado parte de la política migratoria más brutal de la era Trump y que su suegro vuelve a estar en la Casa Blanca.
Quizá lo más aterrador no son los nombres individuales. Es la red que forman. Es la manera en que capital, política y autoritarismo se entrelazan en una maraña imposible de deshacer. Es saber que cuando juegues al próximo EA Sports FC, cuando cargues una partida de Mass Effect, cuando explores los pantanos de Dragon Age, tu experiencia estará mediada por las decisiones de gente que tiene vínculos directos con regímenes que ejecutan a mujeres, homosexuales, disidentes y gobiernos que intentan criminalizar la existencia trans.
Y aquí es donde las preocupaciones dejan de ser abstractas.
EA no es solo EA Sports FC y Madden. EA es también Mass Effect, una saga que lleva décadas explorando relaciones queer con una naturalidad casi milagrosa para el videojuego mainstream. EA es Dragon Age, cuya última entrega, The Veilguard, presentó opciones de personalización de género y relaciones LGTBIQ+ tan integradas que se sentían no como un posicionamiento político sino como realidad habitable. EA es Los Sims, el simulador de vida donde millones de personas han construido familias que la sociedad les niega en la vida real.

Y ahora todo eso —toda esa representación conquistada durante años de batallas internas, de diseñadores peleando con ejecutivos, de guionistas defendiendo a sus personajes— está en manos de un consorcio liderado por un régimen donde la homosexualidad es ilegal y puede castigarse con la muerte.
Las preocupaciones no son histéricas. Son terriblemente legítimas.
Y el peligro no es solo la censura directa —que también puede llegar, especialmente en territorios bajo influencia saudí—, sino algo mucho más insidioso: la autocensura preventiva. No hace falta que Mohammed bin Salman llame a los guionistas de BioWare y les diga que eliminen al personaje gay. Basta con que los directivos de EA, sabiendo quién firma los cheques, empiecen a «moderar» las propuestas. Basta con que en las reuniones de preproducción alguien sugiera que «quizá este año nos centremos en opciones de romance más... universales». Basta con que los ejecutivos miren las hojas de cálculo, vean los veinte mil millones de deuda, calculen qué mercados pueden permitirse alienar y cuáles no, y decidan que Oriente Medio es demasiado valioso como para arriesgarlo por la integridad artística.
Este es el efecto escalofriante del que hablan los académicos de la libertad de expresión: no hace falta prohibir explícitamente nada. Basta con crear un ambiente donde la autocensura se vuelva lógica, racional, incluso económicamente sensata. Y cuando eso sucede, la diversidad no muere de golpe. Se marchita lentamente, título a título, personaje a personaje, hasta que un día miras atrás y te das cuenta de que hace tres años que no ves un protagonista abiertamente queer en un triple A de EA.
Y cuando preguntas por qué, te dicen que es porque «las prioridades han cambiado», que «el mercado demanda otras cosas», que «hay que ser estratégicos».
Nunca mencionan a Arabia Saudí. No hace falta. Todos entendemos.

Hablemos de números concretos.
Electronic Arts emplea actualmente a unas trece mil personas repartidas entre sus estudios en Redwood City, Vancouver, Montreal, Austin, Los Ángeles, Estocolmo y Madrid. BioWare, responsable de Mass Effect y Dragon Age, tiene unos trescientos cincuenta empleados. DICE, el estudio sueco que hace Battlefield, ronda los seiscientos. Motive, que sacó el remake de Dead Space hace dos años, no llega a cien. Respawn, los de Apex Legends y Star Wars Jedi, son unos trescientos quince.
Ya han empezado los recortes. En febrero de 2025, EA despidió a seiscientas setenta personas. En mayo, otras trescientas. Dijeron que era «reestructuración». Que era «ajuste de prioridades». Que era necesario para «centrarse en las grandes oportunidades».
Y ahora tienen veinte mil millones de deuda que devolver.
No hay que ser especialmente listo para hacer las cuentas. Los analistas ya están calculando. Bloomberg estima que EA necesitará recortar entre un veinticinco y un treinta por ciento de su plantilla en los próximos dieciocho meses para cumplir con las expectativas de los fondos. Eso son entre tres mil y cuatro mil personas. Tres mil familias. Cuatro mil personas que ayer trabajaban haciendo videojuegos y mañana estarán actualizando LinkedIn.
Y no serán los ejecutivos. Nunca lo son.
Andrew Wilson se queda. Los vicepresidentes se quedan. Quienes se van son los diseñadores junior, los concept artists; los testers de QA, los guionistas que llevaban seis años intentando que BioWare les dejara escribir el nuevo Mass Effect 5. Se van los programadores con hipoteca que se mudaron a Vancouver creyendo que tenían futuro. Se va la gente que hace los putos videojuegos mientras los que los venden siguen en sus despachos hablando de «visión a largo plazo».
Jason Schreier, periodista de Bloomberg que lleva años destapando las entrañas podridas de esta industria, ya ha advertido que la deuda probablemente se traducirá en «una estrategia más agresiva» de microtransacciones. Y tiene sentido: cuando necesitas pagar veinte mil millones, no puedes permitirte juegos de una sola partida, experiencias narrativas que se agotan, apuestas creativas que no garantizan retorno inmediato de la inversión. Necesitas EA Sports FC 27 con cajas de botín dopadas con algoritmos heredados de Scopely —otra propiedad del PIF, conocida por Monopoly GO!, ese simulador de tragaperras disfrazado de juego de mesa que ha perfeccionado el arte de sacar dinero de la adicción.

Necesitas que cada partida de Madden sea una oportunidad de venta. Necesitas convertir Battlefield en servicio perpetuo con pases de batalla y skins a quince pavos. Necesitas, en definitiva, dejar de hacer videojuegos y empezar a fabricar máquinas de extracción de valor.
Y en ese proceso, juegos como Dragon Age o experimentos narrativos como Split Fiction o It Takes Two —publicado por EA, dirigido por Josef Fares— se vuelven lujos inaceptables. Demasiado caros, demasiado arriesgados, demasiado artísticos para una compañía que ahora debe funcionar como una apisonadora diseñada para aplanar deuda.
Y esto es solo EA.
Porque si esto funciona —si el PIF recupera su inversión, si Silver Lake saca beneficio, si la deuda se paga en plazo—, el modelo se replicará. Habrá más fondos. Más compras apalancadas. Más estudios cerrados, más proyectos cancelados, más gente a la puta calle. La consolidación que llevamos viendo desde hace años —Microsoft comprando Activision, Sony comprando Bungie, Embracer comprando medio mundo y luego cerrándolo— ya no será solo consolidación entre empresas grandes.
Será la llegada de los fondos. De actores externos que no saben hacer videojuegos, que nunca han hecho videojuegos, que ni siquiera les importan los videojuegos excepto como columna en una hoja de cálculo donde pone «retorno esperado: 18-22%».

Pero quizá lo más desolador de todo esto es la complicidad circular en la que todos estamos atrapados.
Andrew Wilson ha firmado el acuerdo y se queda en su puesto. Los accionistas de EA han votado a favor abrumadoramente, porque doscientos diez dólares por acción son demasiado dinero como para preocuparse por nimiedades como la integridad artística o el futuro de los empleados. La industria guarda silencio porque todos están esperando su turno: si la operación funciona financieramente —y funcionará, al menos, para los fondos—, vendrán más. Ubisoft, Take-Two, quizá hasta Valve si Gabe Newell algún día decide vender.
Y luego estamos nosotros.
Los jugadores, que nos escandalizamos en redes sociales durante cuarenta y ocho horas y después, cuando salga EA Sports FC 27 o la remasterización de Mass Effect Andromeda, abriremos nuestras carteras igual que siempre porque al final la indignación pesa menos que las ganas de jugar.
Es la perversión última del capitalismo: nos convierte en cómplices de nuestra propia expropiación. Sabemos que cada euro que gastamos en un juego de EA ahora va a parar, en parte, a un fondo que financia la represión en Arabia Saudí. Sabemos que estamos subsidiando despidos masivos. Sabemos que nuestro consumo valida un modelo donde la cultura es solo un activo financiero.
Pero seguimos jugando.
Porque, ¿qué alternativa tenemos? ¿Boicotear? ¿A quién? ¿A EA, que ya no es una compañía creativa, sino un vehículo de inversión? ¿Al PIF, que tiene participaciones en media industria? ¿A Silver Lake, que controla desde software hasta entretenimiento? El poder está tan consolidado, tan entrelazado, que resistir se vuelve un gesto simbólico, hermoso quizá, pero en última instancia irrelevante.
Y esta es, creo, la gran lección que esta compra nos enseña sobre la madurez.
Durante años quisimos que los videojuegos se tomaran en serio. Queríamos estar en museos, en universidades, en la conversación cultural. Queríamos dejar de ser el hermano pequeño avergonzado del cine y la literatura. Queríamos importar.
Y ahora importamos.
Importamos tanto que fondos soberanos y firmas de capital privado se pelean por nosotros. Importamos tanto que nuestra compra puede estructurarse con veinte mil millones en deuda y seguir siendo rentable. Importamos tanto que un régimen autoritario decide que controlarnos es estratégicamente valioso.
Conseguimos lo que pedimos. Nos tomaron en serio.
El problema es que nos tomaron en serio de la única manera que el capitalismo sabe tomar las cosas en serio: convirtiéndonos en mercancía.

Llevo desde el viernes pasado pensando en un juego que EA jamás publicaría. Se llama Papers, Please y lo hizo un tío solo, Lucas Pope, en 2013. Es un juego sobre trabajar como inspector de inmigración en Arstotzka, una república soviética inventada. Durante meses vas aplastando a gente inocente bajo el peso de la burocracia, viendo cómo el régimen se vuelve cada vez más opresivo, cumpliendo órdenes que sabes que están mal porque necesitas alimentar a tu familia.
Y de repente hay una revolución. Los rebeldes toman el poder. Y uno piensa: por fin, libertad.
Pero entonces los nuevos líderes cambian el lema nacional. Donde antes decía «Gloria a Arstotzka», ahora dice «Gloria a la nueva Arstotzka».
Y uno entiende que nada ha cambiado realmente. Que el poder simplemente ha cambiado de manos, pero la estructura permanece. Que la opresión tiene otros nombres, pero la misma cara.
EA ya no es de EA. Ahora es del PIF, de Silver Lake, de Affinity Partners. Pero cuando salga el próximo FIFA —perdón, EA Sports FC—, cuando abramos el próximo Dragon Age, cuando carguemos la próxima partida de Los Sims, las pantallas seguirán diciendo «EA SPORTS» con esa voz grave que llevamos décadas escuchando.
Y quizá eso sea lo más aterrador: que todo seguirá pareciendo igual. Los logos no cambiarán. Los juegos saldrán en sus fechas. Andrew Wilson seguirá dando entrevistas hablando de «visión» y «futuro».
Solo que ahora, detrás de esa fachada tan familiar, hay veinte mil millones de deuda, un régimen que ejecuta disidentes y un modelo de negocio diseñado para exprimir hasta la última gota de valor antes de marcharse.
Gloria a la nueva Electronic Arts.
El día en que dejó de ser nuestra fue un lunes cualquiera de finales de septiembre. Ni ceremonia, ni réquiem. Solo un comunicado de prensa, cincuenta y cinco mil millones de dólares cambiando de manos, y nosotros, al otro lado de las pantallas preguntándonos si cuando salga FC 27 lo compraremos igual.
Ya sabemos la respuesta.
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