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Ayer abrí Assassin's Creed: Shadows después de una semana jugando a Hell is Us y tuve que cerrar el juego. No por malo, sino por el mareo: decenas de iconos parpadeando, notificaciones solapándose, una brújula que no paraba de chillar. Era como salir de una biblioteca silenciosa y entrar en una discoteca. Me quedé ahí, en el menú principal, pensando en cómo Hell is Us me había desintoxicado sin darme cuenta. Durante días había navegado Hadea con una tableta medio rota, una brújula manual y las indicaciones de desconocidos que quizá mentían. Y había funcionado. Mejor que funcionado: había sido una revelación.

Hay algo profundamente subversivo en un videojuego que te dice "no te voy a explicar dónde está nada" y cumple su palabra. Hell is Us no es solo un juego sin mapa; es un experimento de confianza mutua entre desarrollador y jugador que hacía años que no vivía.

La gran apuesta

A lo que voy es a esto: Hell is Us parte de una premisa tan simple que parece ingenua. Jonathan Jacques-Belletête y su equipo en Rogue Factor han decidido que somos capaces de orientarnos, recordar conversaciones y deducir rutas sin que el juego nos tome de la mano. Suena a perogrullada, pero después de una década de iconos que se mueven solos hacia objetivos que brillan en dorado, es casi una declaración revolucionaria.

El juego te da una tableta —no un mapa, una tableta— que funciona como el cuaderno de un detective privado. Ahí van quedando las pistas: "Víktor dice que vio a alguien parecido a tu padre cerca del molino al sureste", "La anciana menciona que su nieta se escondió en una casa con un balancín azul". Información fragmentada, personal, que cobra sentido cuando la conectas con lo que ves. Porque Hell is Us no te dice qué hacer; te da herramientas para que sepas qué preguntarte.

Es la diferencia entre un GPS que te grita "gire a la derecha en 200 metros" y esos mapas de gasolinera que tu padre guardaba en la guantera, llenos de carreteras marcadas a bolígrafo y notas en los márgenes. Los primeros te llevan al destino; los segundos te enseñan el territorio. Hell is Us apuesta por lo segundo, con una convicción que en 2025 parece casi arqueológica.

Y funciona porque Hadea —ese país ficticio desgarrado por una guerra civil eterna— está diseñado para ser memorizado, no cartografiado. Cada zona es lo suficientemente compacta como para que puedas abarcarlo con la mirada, pero lo suficientemente densa como para recompensar la exploración pausada. Los puntos de referencia no son torres de radio genéricas; son una iglesia bombardeada, un puente que alguien mencionó en una conversación, una columna de humo que sabes que no estaba ahí ayer.

Cartografía íntima

Hay una secuencia temprana en la que llegas a un pueblo ocupado por uno de los bandos de la guerra civil. Un sacerdote te pide que encuentres a su nieta, que se escondió "en una casa con un balancín que se ve desde la iglesia". Así, sin más. Sin marcador, sin zona resaltada en amarillo. Solo la información y tu capacidad de mirar a tu alrededor. Y entonces pasa algo curioso: empiezas a ver el pueblo no como un decorado poblado de NPCs, sino como un lugar real habitado por gente real con problemas reales. Cada esquina importa porque podría esconder una pista; cada conversación tiene peso porque podría ser la clave que necesitas. El pueblo se convierte en territorio conocido no porque lo hayas "desbloqueado", sino porque lo has caminado, observado, memorizado.

Es lo que me gusta llamar "cartografía íntima": mapas que dibujas con experiencias, no con algoritmos. Como esos barrios de la infancia que conocías mejor que tu casa, o esas rutas de senderismo que podrías hacer con los ojos cerrados porque las has caminado docenas de veces. Hell is Us te devuelve esa relación visceral con el espacio que los marcadores automáticos han ido erosionando sin que nos diéramos cuenta.

Pero esto no funciona solo como mecánica; funciona como metáfora. Rémi, el protagonista, está buscando a su familia en un país que apenas recuerda de la infancia. Su desorientación geográfica es también desorientación emocional, y tu proceso como jugador —aprender a leer el territorio, a confiar en desconocidos, a distinguir entre pistas verdaderas y callejones sin salida— es paralelo al suyo. Hadea se convierte así en un espejo de cualquier proceso de búsqueda personal: impreciso, frustrante a ratos, pero profundamente revelador.

Los desarrolladores han sabido dotar a cada zona de una personalidad visual tan marcada que la navegación se convierte en un ejercicio casi inconsciente. No necesitas consultar coordenadas cuando puedes decir "el sitio donde están los árboles quemados" o "cerca de esa estatua gigante que se ve en el horizonte ". Hell is Us te enseña a leer paisajes como leían nuestros abuelos, por señales y no por satélites.

El detective que no sabía que lo era

En realidad, Hell is Us está inventando algo que no existía: el investigation game. No es un souls-like, aunque tenga combate con stamina y esquivas; no es una aventura gráfica, aunque tengas que tomar notas mentales y resolver acertijos; no es un RPG, aunque hables con decenas de personajes y vayas desbloqueando información fragmentada sobre el mundo. Es algo nuevo que toma prestado de todo pero que pertenece a una categoría propia.

La diferencia clave está en cómo funciona la información. En un souls-like tradicional, el lore está ahí para quien quiera buscarlo, pero es opcional; puedes completar Dark Souls sin entender ni una línea de la historia. En Hell is Us, en cambio, la información es la mecánica central. No puedes avanzar sin prestar atención a lo que te dice la gente, sin fijarte en los detalles del entorno, sin conectar pistas dispersas. Eres Rémi, pero también eres su cuaderno de notas.

Esto lo conecta más con Paul Auster que con Miyazaki: esos detectives de "La trilogía de Nueva York" que se van perdiendo mientras investigan, que acaban siendo investigados por la propia investigación. Rémi busca a su familia, pero Hadea —con su guerra imposible y sus tragedias superpuestas— acaba investigándolo a él, cuestionando sus certezas sobre el pasado, sobre la identidad, sobre lo que significa "volver a casa". El juego entiende que la mejor información es la que llega sesgada, incompleta, contradictoria. Los NPCs no son expendedores de datos; son supervivientes de una guerra que llevan décadas contando versiones distintas de la misma historia. Unos culpan al gobierno, otros a los rebeldes; unos dicen que los monstruos aparecieron con la guerra, otros que la guerra empezó por los monstruos. Y tú, en medio, intentando separar los hechos de las opiniones, las verdades de los deseos.

Los peros necesarios

No llegaría a decir que Hell is Us sea perfecto, porque tiene las limitaciones propias de un proyecto AA que sabe cuánto puede abarcar. El bestiario es limitado —cinco tipos básicos de enemigos con variaciones— y el combate, aunque competente, nunca llega a la sofisticación de un souls-like dedicado. Hay momentos en los que echas en falta más variedad en los enfrentamientos, más herramientas tácticas, más espectacularidad en los jefes finales.

Pero aquí está la trampa: estas limitaciones no son errores de cálculo, sino decisiones de diseño. Hell is Us sabe que su corazón está en otro sitio —en la exploración, en las conversaciones, en esa sensación casi arqueológica de ir desenterrando la verdad— y dedica sus recursos a pulir esa parte hasta hacerla brillar. El combate está ahí porque el mundo es hostil, porque Hadea es un país en guerra y los monstruos que lo pueblan son manifestaciones físicas de décadas de trauma. Pero no está ahí para ser el protagonista.

Es un juego que podría funcionar sin dar un solo espadazo, y esa es su mayor virtud. Cuando aparece un enemigo, no piensas "genial, un boss"; piensas "joder, ahora tengo que detenerme cuando lo que quiero es llegar a esa torre que se ve a lo lejos". El combate como obstáculo, no como recompensa. Una inversión tan simple como reveladora. También hay que decir que Hell is Us exige un tipo específico de paciencia. Si buscas gratificación inmediata o progresión constante, te vas a aburrir. Aquí los avances son lentos, indirectos, acumulativos. Como leer una novela buena en vez de ver una película de acción.

El mapa encontrado

Al final —y aquí vuelvo a esa tarde en la que tuve que cerrar Assassin's Creed: Shadows—, Hell is Us es un antídoto. Un antídoto a la ansiedad de eficiencia que nos han inoculado los juegos modernos, a esa compulsión por optimizar cada segundo de juego, por no perderse ni un coleccionable, por seguir siempre el camino más corto hacia el siguiente objetivo.

Hadea me enseñó a caminar despacio otra vez, a fijarme en los detalles, a confiar en mi capacidad de orientarme sin asistentes digitales. Me devolvió el placer de estar perdido —no frustrado, perdido—, sabiendo que esa desorientación temporal era parte del proceso, no un fallo del sistema.

En una época en la que Google Maps nos ha hecho olvidar cómo se lee una ciudad y los algoritmos han convertido la sorpresa en una rareza programada, Hell is Us susurra una propuesta radical: ¿y si confío en ti? ¿Y si te dejo que te pierdas para que puedas encontrarte? Es, quizá, lo más subversivo que puede hacer un videojuego en 2025.

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