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Cuando Denis Villeneuve aceptó dirigir Blade Runner 2049 treinta y cinco años después de la película de Ridley Scott, lo hizo sabiendo que se enfrentaba a una tarea imposible. No porque careciera del talento necesario —su filmografía previa demostraba lo contrario con creces—, sino porque Blade Runner llevaba décadas fermentando en el imaginario colectivo hasta convertirse en algo más grande que la película misma. Las obras de culto funcionan así: son recipientes vacíos donde cada espectador deposita sus propias obsesiones, lecturas y anhelos incumplidos. Villeneuve lo entendió y, con una lucidez admirable, decidió no competir con ese fantasma. Hizo su propia película, distinta en tono y ambiciones, que respondía al original sin intentar replicarlo. Aun así, hubo quien salió de la sala murmurando que no era lo mismo. Nunca lo iba a ser.

En las Crónicas Vampíricas de Anne Rice existe una distinción fundamental entre dos arquetipos del no-muerto que ha definido el mito vampírico contemporáneo más que cualquier otro texto. Louis, el vampiro melancólico de Entrevista con el vampiro, vive su inmortalidad como una maldición perpetua: rehúye la caza, se lamenta de su condición, observa el mundo con la distancia culpable del que sabe que no pertenece a él pero tampoco puede abandonarlo. Lestat, por el contrario, es voracidad pura y sin filtros: seduce, devora, ríe mientras lo hace, convierte cada noche en una celebración de su propia monstruosidad. La diferencia no es solo de temperamento, sino ontológica, estructural: Louis es víctima de su propia naturaleza; Lestat es su naturaleza sin ambages ni remordimientos. En términos de diseño narrativo, Louis funciona como espectador disfrazado de protagonista, alguien a través de cuyos ojos contemplativos observamos los horrores. Lestat es el depredador que el lector o espectador anhela secretamente encarnar: libre, terrible, irresistible en su amoralidad elegante. Todo vampiro en la ficción oscila entre estos dos polos desde entonces. Y todo juego de vampiros, lo sepa o no, debe decidir cuál de los dos permitirá ser al jugador.

Vampire: The Masquerade – Bloodlines, el juego de Troika Games que salió en 2004 justo el mismo día que Half-Life 2 y quedó sepultado bajo su sombra, es un caso particularmente curioso en la historia del medio. Un proyecto profundamente roto —el estudio quebró antes de poder pulirlo, dejándolo en un estado casi injugable sin parches comunitarios—, plagado de bugs que la comunidad tardó años en documentar y corregir, con un tramo final que traicionaba groseramente la promesa exploratoria de su primera mitad. Y sin embargo, dos décadas después, sigue siendo objeto de culto, citado constantemente como ejemplo de diseño inmersivo, de ambientación lograda, de complejidad narrativa. Quizá precisamente por eso, por sus fisuras evidentes: porque en todo lo que sugería pero no alcanzaba a ejecutar, en cada sistema a medias y cada idea apenas esbozada, el jugador podía proyectar el juego perfecto que nunca llegó a ser. Como Blade Runner, como los vampiros de Rice, el Bloodlines original vive más poderosamente en la imaginación colectiva que en la realidad jugable del código.

The Chinese Room recibió el encargo de hacer Bloodlines 2 después de que el proyecto ya hubiera pasado por el purgatorio de un desarrollo infernal: Hardsuit Labs descartado sin piedad, presupuesto sangrado durante años de retrasos interminables, expectativas hinchadas hasta lo grotesco y luego desinfladas con cada nueva fecha pospuesta. El estudio británico, conocido principalmente por sus narrativas contemplativas y atmosféricas (Dear Esther, Everybody's Gone to the Rapture, el irregular pero interesante Amnesia: A Machine for Pigs), no tenía en su ADN creativo el immersive sim, ese género híbrido e ingobernable que hizo célebre al original y que requiere una arquitectura de sistemas entrelazados que pocos estudios dominan. Lo sabían perfectamente. Y en lugar de fingir lo contrario, de intentar simular una complejidad que no podían garantizar, tomaron una decisión que les honra aunque probablemente les condene comercialmente: construyeron otro tipo de juego. Un action-RPG con fuerte peso narrativo, combates dinámicos y estructura más guiada. Un juego que no quiere ser Bloodlines, sino simplemente existir en el mismo universo, respirar el mismo aire viciado, habitar las mismas sombras.

El problema, claro está, es el apellido. Ese maldito número dos en el título. Porque Bloodlines 2 llega cargando veinte años de expectativas imposibles de cumplir, de parches comunitarios que convirtieron gradualmente un desastre técnico en una obra jugable de cabo a rabo, de jugadores que ya no recuerdan el juego que era sino el juego que imaginaron en el espacio entre sus carencias. Y desde el momento en que despiertas como Phyre —la vampiro Antigua que protagoniza esta aventura— en una Seattle perpetuamente nevada y nocturna, mientras una voz desconocida resuena en tu cabeza sin que puedas identificar su origen, queda dolorosamente claro que esto no va a satisfacer a quien busque validar su nostalgia cristalizada. La pregunta entonces, la única que importa realmente, es: ¿qué queda cuando apartas la sombra asfixiante del predecesor? ¿Hay un juego ahí debajo, o solo el hueco donde debería estar?

Lo primero que hay que decir sobre Bloodlines 2, lo que debe quedar absolutamente claro antes de adentrarse en matices, es lo que no es: no es un immersive sim bajo ningún criterio razonable del término. No hay múltiples caminos ingeniosamente diseñados para resolver objetivos complejos, ni habilidades que abran rutas alternativas significativas más allá de lo cosmético, ni esa sensación embriagadora de sistema complejo respondiendo a tus decisiones de maneras emergentes e inesperadas. Los niveles son, con contadas excepciones que brillan precisamente por su rareza, corredores apenas disfrazados de espacios más amplios. Las conversaciones ofrecen opciones de diálogo, sí, múltiples tonos y aproximaciones, pero rara vez alteran el curso inexorable de los acontecimientos de forma sustancial o memorable. Tu clan vampírico —eliges entre seis al inicio: Brujah, Tremere, Ventrue, Toreador, Banu Haqim, Malkavian—determina fundamentalmente tus poderes de combate, no tu forma de relacionarte con el mundo ni tu aproximación social a los problemas. Si esperabas persuadir con Presencia sobrenatural, intimidar con Potencia física devastadora o manipular recuerdos directamente con Dominación como en el juego de rol de mesa que sustenta todo este universo, prepárate para una decepción considerable. Aquí los clanes son, esencialmente, una clase de personaje en un RPG de acción convencional. Nada más, nada menos.

Y hay que admitir con honestidad, despojado completamente de esas expectativas heredadas e imposibles de cumplir, que Bloodlines 2 funciona con dignidad como lo que pretende ser sin disculparse. El combate tiene peso corpóreo y espectacularidad visual notable: puedes congelar el tiempo brevemente con concentración vampírica, encadenar golpes brutales mientras un enemigo levita indefenso en el aire, arrancarle el arma de las manos con telequinesis casual y descargarla salvajemente contra sus compañeros antes de clavarla con precisión quirúrgica en su garganta expuesta. El problema central no es que el combate sea objetivamente malo o fallido en su ejecución. El problema es que hay demasiado, una cantidad desproporcionada, y que cada encuentro genérico diluye un poco más esa sensación tan preciada de ser una criatura de la noche operando desde las sombras para convertirte gradualmente en un superhéroe gótico repartiendo hostias sin demasiadas consecuencias.

Porque lo cierto es que el Bloodlines de 2004, por muchos bugs catastróficos que arrastrase y por muy roto que estuviera su tramo final convertido en pasillo de acción, entendía algo absolutamente fundamental sobre su premisa: ser vampiro no es solo tener colmillos afilados y beber sangre. Es habitar la noche de otra manera, con otras reglas no escritas, otras prioridades oscuras. Es la tensión permanente y agotadora entre el hambre que te define y la humanidad que vas perdiendo gota a gota, entre el poder inmenso que posees y el coste invisible pero acumulativo de usarlo sin restricciones. Era, sobre todo y ante todo, social: cada conversación con humanos desprevenidos estaba teñida por la posibilidad latente de manipularlos psíquicamente, seducirlos con glamour sobrenatural o simplemente devorarlos en un callejón oscuro. La Mascarada —esa primera directiva vampírica que obliga a ocultar tu verdadera naturaleza a los mortales ignorantes— no era solo un concepto decorativo del lore, sino una mecánica viva y pulsante que generaba tensión constante en cada interacción aparentemente mundana. Caminar entre humanos era caminar literalmente por un buffet interminable al que no podías acercarte demasiado sin romper el delicado equilibrio que mantiene tu existencia secreta a salvo.

Seattle en Bloodlines 2 es, hay que reconocerlo sin ambages ni reservas, tirando a hermosa de contemplar. The Chinese Room sabe construir atmósferas memorables —lo han demostrado suficientemente en su trayectoria—, y esta ciudad perpetuamente nevada, iluminada por neones que tiñen la bruma nocturna de rojo sangre y azul eléctrico, es un notable trabajo de dirección artística cohesiva. El barrio chino con sus faroles de papel colgando sobre callejones estrechos, los callejones traseros donde la nieve virgen se mezcla visiblemente con charcos recientes de sangre, los rascacielos corporativos que se pierden en la niebla densa como si nunca terminaran... es un escenario digno de una novela negra de James Ellroy reimaginada y ambientada en el Mundo de Tinieblas. Recorrerla a velocidad vampírica sobrenatural —deslizándote silenciosamente por tejados helados, saltando distancias físicamente imposibles para un mortal, planeando brevemente entre edificios separados— produce un vértigo placentero, casi la sensación tangible de ser algo más que humano, algo que ya no responde a las leyes que gobiernan a la carne común.

Pero en cuanto te detienes, cuando la cámara deja finalmente de moverse y te quedas simplemente observando las calles nevadas a ras de suelo, descubres con creciente desilusión que Seattle está fundamentalmente muerta. No metafóricamente muerta como corresponde a una ciudad vampírica, sino inerte en el sentido más literal y problemático. Los transeúntes caminan en bucles predeterminados y evidentes, sin vida propia real, sin rutinas complejas que descubrir, sin nada que los distinga más allá de un inventario abstracto de "tipo de sangre" —colérica, sanguínea, melancólica, flemática— que solo importa para un sistema de progresión menor que nunca termina de justificar plenamente su existencia mecánica. No puedes seguirlos pacientemente hasta sus casas para observar sus vidas, no puedes escuchar conversaciones reveladoras entre ellos, no hay pequeñas historias emergentes que descubrir en las esquinas. La ciudad del Bloodlines original era objetivamente cuatro mapas más pequeños y limitados que este kilómetro cuadrado nevado, pero cada NPC con nombre propio tenía algo significativo que decir, una microhistoria propia que contar, una razón narrativa para existir más allá de simplemente decorar el espacio vacío.

Y lo más doloroso de todo, lo que realmente duele como traición conceptual: no puedes cazar de verdad. Sí, técnicamente el juego te permite alimentarte de humanos vulnerables en callejones prediseñados oscuros, pero es un proceso tan mecánico y tedioso, tan desprovisto de tensión o consecuencia, que pronto recurres inevitablemente a las "ratas de tejado" —grupos genéricos de enemigos humanos armados deambulando sin propósito aparente por las azoteas— para saciar tu sed de sangre de la manera más eficiente posible. No hay seducción psicológica en el proceso. No hay persuasión gradual ni manipulación sutil. No existe ese juego tenso del gato y el ratón, ese baile peligroso entre el depredador que disimula su naturaleza y la presa que intuye vagamente el peligro sin llegar a comprenderlo del todo hasta que es demasiado tarde. Alimentarse en Bloodlines 2 es simplemente apretar un botón contextual junto a un NPC sin rostro ni nombre. En el original, cada mordisco tenía peso moral y consecuencias acumulativas. Aquí es una animación de dos segundos que se repite idénticamente. Eres Lestat completamente despojado de su capacidad devastadora para el exceso teatral, Louis sin su culpa paralizante que define cada acción. Un vampiro reducido a atrezzo visual.

La comparación con algo tan alejado en género como Red Dead Redemption 2 resulta aquí dolorosamente ilustrativa: aquel juego mastodóntico de Rockstar te obligaba sistemáticamente a pasar minutos enteros limpiando meticulosamente tu caballo, cocinando carne sobre hogueras, afeitándote frente al espejo de una barbería. Ralentizaba deliberadamente y sin piedad el ritmo frenético habitual de los videojuegos para que sintieras físicamente el peso de habitar el cuerpo mortal de Arthur Morgan en cada pequeña acción cotidiana. Bloodlines 2 tiene la oportunidad perfecta —casi servida en bandeja— para hacer exactamente lo mismo con la condición vampírica eternamente maldita, para obligarte a gestionar activamente tu sed creciente, tu humanidad menguante, tus vínculos cada vez más tenues con los mortales que te rodean desprevenidos. Pero opta consistentemente por el camino más cómodo y comercialmente seguro: la acción sin pausas contemplativas, el combate como solución universal de absolutamente todos los problemas. Es comprensible desde un punto de vista puramente comercial y de diseño conservador —al fin y al cabo, los immersive sims complejos no venden millones de copias—, pero traiciona flagrantemente la premisa vampírica central. Terminas siendo un juego sobre vampiros que teme profundamente su propia naturaleza depredadora esencial.

La Mascarada, ese concepto absolutamente central e identitario del contexto desde su creación, queda brutalmente reducida a un sistema binario primitivo: si un mortal te ve usando poderes sobrenaturales, aparece un indicador de alerta en pantalla. No hay gradaciones sutiles de exposición, no hay consecuencias narrativas interesantes o ramificaciones sociales complejas, no hay sensación genuina de riesgo acumulativo. En el original imperfecto, romper la Mascarada podía desencadenar persecuciones organizadas de cazadores fanáticos, alterar permanentemente tu reputación entre las distintas facciones vampíricas, cerrar definitivamente líneas enteras de misión. Aquí es simplemente un game over técnico que cargas desde el último checkpoint y ya está, sin más reflexión. El mundo abierto existe físicamente, ocupa espacio en el disco duro, pero no responde a ti como vampiro de manera significativa. Existes encima de Seattle como una capa superpuesta, no dentro de su tejido social profundo.

Contra todo pronóstico razonable dado el desarrollo accidentado, Bloodlines 2 tiene un as inesperado en la manga que salva muchas de sus carencias estructurales más evidentes: Fabien. Este vampiro Malkavian centenario —el clan tradicionalmente asociado con la locura visionaria y la percepción fragmentada— vive inexplicablemente en la cabeza de Phyre por "Razones de Argumento" que no voy a desvelar aquí, y su presencia constante es sin duda el mejor ejemplo de escritura refinada del juego entero. Fabien fue detective privado en el Seattle brumoso de los años veinte, un gumshoe clásico de sombrero fedora y gabardina arrugada que ahora existe como voz desencarnada pero perfectamente articulada, comentando irónicamente tus acciones cuestionables, ofreciendo contexto histórico sobre la ciudad que conoció viva, robando sistemáticamente cada escena en la que su personalidad aparece. Su caracterización como Malkavian es, además, la más inteligente y matizada que he visto en toda la franquicia extensa: no es loco en el sentido perezoso de random o caprichosamente impredecible, sino que su mente evidentemente fragmentada procesa la realidad circundante de maneras laterales y oblicuas que revelan verdades ocultas. En las secuencias jugables donde controlas directamente sus recuerdos borrosos —momentos de aventura gráfica pura sin combate alguno—, Fabien interroga pacientemente a archivadores metálicos que le responden con voces imposibles, se disfraza psíquicamente como otras personas durante conversaciones delicadas sin que sus interlocutores lo sepan, reconstruye escenas complejas del crimen desde múltiples ángulos temporales simultáneos. Es fascinante de presenciar, y confirma rotundamente que The Chinese Room sabe exactamente lo que hace cuando se le permite jugar libremente con la narrativa pura sin las restricciones del combate o el mundo abierto.

La historia detectivesca principal que enhebra todo el juego —un asesinato misterioso con exactamente un siglo de recorrido histórico, conspiraciones vampíricas anidadas unas dentro de otras, secretos enterrados del pasado traumático de Phyre— funciona considerablemente mejor de lo que cabría esperar dadas las circunstancias. No alcanza, desde luego, las cotas vertiginosas de Return of the Obra Dinn en complejidad investigativa cerebral ni de Disco Elysium en profundidad filosófica, pero mantiene el interés y la tensión narrativa durante las aproximadamente veinte horas que dura la campaña principal sin estirar el chicle de manera evidente. Los personajes secundarios que pueblan la noche de Seattle, especialmente los líderes carismáticos de las distintas facciones vampíricas enfrentadas, están razonablemente bien construidos dentro de sus arquetipos: tienen agencia propia, motivaciones comprensibles aunque no siempre justificables, suficiente carisma para sostener escenas enteras. Ninguno alcanza ese estatus de memorable al nivel icónico de Jeanette/Therese o Smiling Jack del original —esos personajes han quedado grabados en la memoria colectiva para siempre—, pero cumplen su función narrativa con dignidad profesional. Las actuaciones de voz en inglés ayudan sustancialmente: hay esmero evidente en el doblaje, especialmente en la versión femenina de Phyre, cuya intérprete logra transmitir simultáneamente cansancio centenario acumulado y determinación férrea renovada.

Y hay momentos, breves pero significativos, en que el juego se olvida momentáneamente de su mundo abierto problemático y te mete en espacios mucho más controlados narrativamente —el interior decadente de una mansión abandonada, una discoteca tomada violentamente por cultistas delirantes...— donde recupera genuinamente algo de esa tensión atmosférica densa que definía a su predecesor imperfecto. Son chispazos fugaces de lo que pudo ser, pero están ahí, reales y tangibles, esperando ser descubiertos entre el ruido.

Hay un momento específico en Bloodlines 2, durante una de las conversaciones más reveladoras con Fabien, donde el vampiro detective dice algo que golpea mucho más allá de su contexto inmediato: "La locura es simplemente ver el mundo sin los filtros reconfortantes que los demás necesitan desesperadamente para soportarlo". Es una línea elegantemente escrita, y me hizo pensar inevitablemente en las expectativas imposibles. Quizá el verdadero problema de Bloodlines 2 no es que sea objetivamente un mal juego en sus propios términos, sino que llegó completamente desprovisto del filtro protector que habría proporcionado un nombre radicalmente distinto. Si este juego se llamase Vampire: Seattle Nights o cualquier otro título sin el peso asfixiante de la secuela numérica; probablemente se hablaría de él con más generosidad como una experiencia de género interesante aunque imperfecta, con defectos evidentes de diseño en su mundo, pero también aciertos notables en atmósfera visual y narrativa detectivesca. Una obra de gama media honesta y sin pretensiones, sin aspiraciones desmedidas de grandeza heredada.

Pero se llama Bloodlines 2, y esa cifra aparentemente inocente es una maldición autoimpuesta. No tanto porque traicione activamente al original —que, seamos completamente sinceros mirando atrás con honestidad, tampoco era la obra maestra sin fisuras evidentes que el culto fervoroso ha construido pacientemente durante dos décadas—, sino porque invita constantemente, inevitablemente, a la comparación directa en el terreno específico donde más pierde: la interactividad sistémica compleja, la simulación social emergente, esa sensación embriagadora de ser simultáneamente un depredador social sofisticado y no meramente un luchador nocturno repartiendo golpes. The Chinese Room ha construido con sus recursos limitados un juego razonablemente sólido dentro de sus propias limitaciones autoimpuestas, pero quizá hubiese sido más valiente en lo creativo, más honesto incluso, llamarlo de otra manera completamente distinta y dejar que el Bloodlines original descansase en paz, como los vampiros ancestrales en sus ataúdes sellados, esperando pacientemente una noche futura hipotética donde alguien tuviese el presupuesto necesario, el tiempo suficiente y la ambición desmedida para resucitarlo auténticamente.

Por ahora, lo que tenemos frente a nosotros es un vampiro que olvidó cómo cazar realmente, una Seattle visualmente resultona, pero fundamentalmente vacía de vida emergente, una historia detectivesca genuinamente entretenida atrapada dentro de un mundo abierto que nunca termina de justificar su propia existencia mecánica. No es Louis con su melancolía paralizante ni Lestat con su voracidad teatral. Es otra cosa distinta, más pequeña, considerablemente menos memorable de lo que cabría esperar. Un vampiro de película de serie B cuando todos esperábamos una reencarnación digna del Conde Drácula original.

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