Me encanta que Nintendo, la empresa más protectora y conservadora de la industria, haya hecho un juego que consiste básicamente en destrozar su propio diseño de niveles. Es como si Ikea te vendiera un mueble con un martillo incluido y una nota que dijera: "Hemos tardado meses en diseñar esto, pero si te apetece convertirlo en astillas, adelante". Hay algo hermosamente contradictorio en esa generosidad.
Llevo unos días jugando a Donkey Kong Bananza y no puedo evitar sonreír ante esa contradicción. Su gran triunfo es recordarme que a veces lo más divertido no es avanzar hacia un objetivo, ni coleccionar trofeos, ni completar listas de tareas. A veces lo más divertido es hacer el bruto. Desordenar. Probar a ver qué pasa si no sigo el camino previsto. Los primeros minutos del juego me fascinan: no hay una voz que te diga "no toques eso", ni señales que marquen la ruta óptima. Todo invita a golpear, destruir, desmontar el escenario. Y lo más sorprendente no es que Nintendo lo permita —que ya es notable viniendo de quienes ponen copyright hasta a los vídeos de fans—, sino que lo celebre: cada trozo de suelo arrancado es recompensado con una sonrisa, no con un castigo.
Ese placer conecta con algo profundamente infantil que la mayoría hemos perdido sin darnos cuenta. Recuerdo desmontar juguetes solo por ver cómo funcionaban, aunque supiera que no sabría volver a montarlos. Era curiosidad destructiva, una forma de conocimiento que no pasaba por explicaciones de adultos, sino por las manos y la obstinación. O ese día en que te salías de la ruta marcada y descubrías que el mundo era más interesante fuera de los límites del parque.
En una industria obsesionada con la optimización y la retención, donde la mayoría de juegos te llevan de la mano y penalizan el error, Donkey Kong te dice lo contrario: equivócate, prueba, destroza. El progreso no es una línea recta, sino una sucesión de agujeros, paredes destrozadas, rutas improvisadas. Hay algo liberador en jugar "mal", en descubrir por accidente más que por cálculo. Y quizá —aquí viene la contradicción más hermosa—, Nintendo ha entendido algo que el resto de la industria no: que para crear algo verdaderamente memorable, a veces hay que dar permiso para destruir lo que has creado. Que la generosidad no está en proteger tu diseño, sino en dejar que otros lo reinterpreten, lo rompan, lo conviertan en algo que nunca habías imaginado.
Eso es lo que más echo de menos en la vida adulta: la posibilidad de que romper algo sea el primer paso para descubrir algo mejor. Que salirse del guion no sea motivo de culpa, sino de celebración. Que el juego no termine cuando te equivocas, sino cuando dejas de experimentar. En Donkey Kong Bananza, la única regla verdadera es atreverse a romper el molde. Y quizá esa sea la lección que necesitamos más allá de la consola: el coraje de destrozar de vez en cuando nuestras rutinas, de recordar que la vida está hecha para ser explorada, no optimizada. Que todavía hay espacio para quien se atreva a romper las reglas, aunque solo sea para ver qué ruido hacen al caer.
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