Hace unas semanas, releyendo Del rigor en la ciencia de Borges, me detuve en esa fábula microscópica sobre el imperio que creó un mapa de tamaño real. "Los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él". El cuento concluye con las generaciones siguientes considerando ese mapa perfecto como "inútil" y abandonándolo a las inclemencias del tiempo. En aquel momento, la parábola me pareció una reflexión más sobre la obsesión humana por la precisión representativa. Ahora, después de vagar por la Sicilia de principios del siglo XX que nos propone Mafia: The Old Country, comienzo a sospechar que Borges anticipó algo fundamental sobre nuestra relación con los espacios digitales: que la perfección cartográfica no garantiza la utilidad experiencial.
La crítica más recurrente que se le hace al último trabajo de Hangar 13 tiene que ver precisamente con esa aparente contradicción: un mapa enorme que no invita a la exploración, vastos paisajes sicilianos que funcionan más como telón de fondo que como arena de juego interactiva. "¿Para qué crear todo esto si no vamos a poder perdernos en ello?", se preguntan muchos, y la pregunta revela algo más profundo que una simple decepción mecánica. Revela hasta qué punto hemos interiorizado una concepción del espacio digital que confunde extensión con profundidad, cantidad con calidad, y que ha convertido el acto de "explorar" en sinónimo de "completar contenido".
The Old Country nos sitúa en un territorio familiar, pero que se resiste a nuestras expectativas modernas. Su Sicilia no es el parque temático interactivo al que nos han acostumbrado dos décadas de mundos abiertos, sino algo más parecido a los escenarios del cine clásico: espacios diseñados para ser observados, contemplados, atravesados con propósito narrativo. Cuando Enzo recorre los campos de Valle Dorata o las calles empedradas de San Celeste, no lo hace en busca de iconos que recolectar o misiones secundarias que completar. Lo hace porque la historia —su historia— requiere que esté allí, en ese momento concreto, experimentando esa geografía específica como parte orgánica de su desarrollo como personaje.
Es una aproximación que nos resulta extraña porque hemos perdido la capacidad de valorar el espacio como elemento puramente atmosférico. Durante años, el diseño de mundos abiertos nos ha condicionado a esperar que cada colina esconda un tesoro, que cada callejón contenga una misión, que cada NPC tenga algo que decirnos o vendernos. Hemos desarrollado una suerte de ansiedad geográfica que nos impide disfrutar de un paisaje por el mero hecho de existir y formar parte del tejido narrativo de una experiencia.
La ironía es que The Old Country utiliza su extenso mapa exactamente como lo haría un director de fotografía: para crear profundidad de campo, para establecer relaciones espaciales entre personajes y acontecimientos, para generar esa sensación de autenticidad que solo puede brotar de sentirse parte de un lugar real y vivido. Cuando contemplamos los viñedos al atardecer o las ruinas que salpican el horizonte, no estamos ante decorado vacío sino ante la materialización digital de esa nostalgia que Lampedusa destilaba en El gatopardo: la consciencia de habitar un mundo que está cambiando, que se desvanece, y cuya belleza reside precisamente en su condición efímera.
La resistencia que genera esta decisión de diseño habla de algo más inquietante: de cómo hemos normalizado una concepción utilitarista del espacio virtual que reduce cada entorno a su función mecánica. El problema no es que The Old Country tenga un mapa grande "sin contenido", sino que hemos olvidado que el contenido más valioso de un espacio puede ser, sencillamente, su capacidad para hacernos sentir que estamos en otro lugar y en otro tiempo. Que la ilusión, cuando está bien construida, no necesita ser habitada para ser efectiva.
En el fondo, lo que Hangar 13 nos propone es una vuelta a los orígenes del medio, a esa época en la que los videojuegos no tenían la obligación de mantener al jugador perpetuamente ocupado, sino de contarle una historia. Y las mejores historias, como saben bien los cineastas y los novelistas, a menudo requieren espacios de silencio, de contemplación, de simple tránsito entre un momento dramático y el siguiente. Espacios que no preguntan "¿qué puedo hacer aquí?" sino "¿qué siento al estar aquí?".
Quizá el verdadero logro de The Old Country no esté en reinventar la fórmula de la saga Mafia, sino en recordarnos que los mapas, como escribía Bolaño a través de Ulises Lima, no tienen por qué ser recorridos para ser verdaderos. Basta con que sepamos que están ahí, extendiéndose más allá de nuestra vista, sosteniendo con su mera existencia la credibilidad de un mundo que, durante unas horas, decidimos habitar no como conquistadores sino como huéspedes.
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