Terminé La Orden de los Gigantes hace unos días y todavía no sé muy bien qué pensar de él. No es que esté mal hecho —MachineGames sabe lo que se hace, y cada pieza del DLC encaja con la precisión de un mecanismo suizo—, pero hay algo inquietante en esa sensación de indiferencia que me dejó. Todo funcionaba: los puzzles tenían su punto, los túneles romanos respiraban esa humedad adecuada, Troy Baker seguía siendo un Indiana Jones convincente. Y, sin embargo, cuando se desvanecieron los créditos, no sentí esa melancolía particular que dejan los buenos finales, esa sensación de que algo importante había terminado. Sentí, más bien, como si hubiera completado un trámite competentemente ejecutado.

Esta extraña frialdad me llevó a pensar en Throne of Bhaal, la expansión de Baldur's Gate II que jugué obsesivamente hace dos décadas. Aquello también era, técnicamente, "más de lo mismo": las mismas mecánicas, el mismo motor, los mismos compañeros con algunas líneas adicionales de diálogo. Pero recuerdo vívidamente la tarde en que completé el Trono de Bhaal, cómo me quedé mirando la pantalla final con una mezcla de satisfacción y pérdida genuina, como si hubiera terminado de leer una novela que llevaba años esperando. La diferencia no estaba en la competencia técnica —de hecho, La Orden de los Gigantes es lógicamente más pulido—, sino en algo más esquivo: la manera en que una continuación puede sentirse necesaria o, por el contrario, simplemente inevitable.

El ecosistema de la continuación

Hay una diferencia fundamental entre "más de lo mismo" y "lo mismo, pero diferente", aunque esa diferencia sea casi imposible de cuantificar. La Orden de los Gigantes pertenece claramente a la primera categoría: es una extensión competente de la experiencia principal, con todos los elementos que cabría esperar de un DLC de Indiana Jones. Los controles responden igual, los puzzles mantienen el mismo nivel de ingenio, la narrativa sigue las mismas convenciones. Es lo que podríamos llamar una continuación "profesional": hace lo que promete, sin sorpresas desagradables ni grandes alardes, como esos álbumes que los músicos sacan para cumplir con el contrato discográfico.

El problema —si es que es un problema— es que en 2025 la profesionalidad ya no basta. Vivimos en una época en la que la competencia técnica se da por descontada, donde la diferencia entre lo bueno y lo memorable reside en esos pequeños detalles que van más allá del diseño consciente: un timing perfecto, una referencia inesperada, un momento de vulnerabilidad que hace que todo cobre sentido retroactivamente. La Orden de los Gigantes tiene pequeños detalles —el loro parlanchín del Padre Ricci, los buffs por comer fruta—, pero son detalles calculados, previsibles, que cumplen su función sin generar esa chispa de reconocimiento que separa lo competente de lo memorable.

Es aquí donde el concepto japonés de omake resulta iluminador. Tradicionalmente, el omake es el regalo inesperado que acompaña a una compra: el pequeño juguete en la caja de cereales, el CD adicional con tomas falsas, la historia corta que un mangaka incluye al final de un volumen porque le sobró espacio y tenía ganas de experimentar. El omake auténtico nace del exceso creativo, del deseo de dar más de lo estrictamente necesario. Muchos de los mejores DLC de la historia han funcionado así: como omake digitales, regalos que los desarrolladores se hacían a sí mismos tanto como a sus jugadores.

Pero la industria actual ha profesionalizado el omake, lo ha convertido en contenido planificado, en estrategia comercial. Los season passes, los roadmaps de contenido post-lanzamiento, la cultura del "live service" han transformado lo que antes era un regalo sorpresa en una obligación contractual. Y aunque el resultado pueda ser técnicamente superior —como es el caso de La Orden de los Gigantes—, algo se pierde en el proceso: esa sensación de que el contenido adicional surgió de un impulso genuino, de que había una historia que contar y no solo un hueco temporal que llenar.

La genealogía emocional de las expansiones

Pensemos en los grandes DLC de la historia: The Shivering Isles de Oblivion, Blood and Wine de The Witcher 3, The Lost and Damned de Grand Theft Auto IV. Todos ellos comparten algo más que competencia técnica: una sensación de libertad creativa, de experimento llevado hasta sus últimas consecuencias. The Shivering Isles no se limitaba a ofrecer "más Oblivion"; proponía un Oblivion completamente trastornado, donde las reglas conocidas se retorcían hasta crear algo genuinamente nuevo. Blood and Wine no era simplemente más aventuras de Geralt; era una reflexión sobre el final de los cuentos de hadas, una coda melancólica que resignificaba toda la serie.

Blood and Wine

La diferencia está en la intención. Estos DLC nacieron del deseo de explorar ideas que no cabían en el juego principal, de llevar determinados conceptos hasta territorios inexplorados. Eran, en cierto sentido, obras de autor: pequeñas piezas donde los desarrolladores podían permitirse riesgos que el juego principal no podía asumir. Es la misma diferencia que existe entre las últimas historias de Sherlock Holmes que Arthur Conan Doyle escribió por obligación contractual y aquellas primeras que escribió porque genuinamente quería saber qué pasaría si un detective realmente brillante se enfrentara a casos imposibles.

En este contexto, La Orden de los Gigantes se siente más cerca de las historias tardías de Holmes: competentes, profesionales, pero sin esa chispa de curiosidad genuina que animaba las primeras aventuras. MachineGames ha hecho exactamente lo que se esperaba de ellos, ni más ni menos. Han navegado por los túneles romanos con la misma meticulosidad con que navegaron por las pirámides egipcias del juego principal, han calibrado la dificultad de los puzzles con la precisión de siempre, han mantenido el tono narrativo sin fisuras evidentes. Es un trabajo impecable que cumple todos los requisitos del género, pero que carece de esa urgencia creativa que convierte el contenido adicional en algo necesario.

En defensa de la modestia

No llegaría a decir que esta "frialdad competente" sea necesariamente un defecto. Hay algo valioso en la honestidad de un DLC que no pretende revolucionar nada, que se conforma con ser una pequeña aventura más en el universo que ya conocemos. En un mercado saturado de "game-changers" y "experiencias que lo cambian todo", la modestia puede ser una virtud infravalorada. La Orden de los Gigantes no intenta competir con las ambiciones épicas de Blood and Wine; se conforma con ser una tarde entretenida en compañía de Indiana Jones, y quizá eso sea suficiente.

Pero aquí surge una paradoja interesante: ¿puede la modestia planificada ser realmente modesta? ¿O se convierte, por el mero hecho de ser calculada, en una forma sutil de pretensión? Hay algo inquietante en un DLC que parece diseñado para no decepcionar a nadie, que evita los riesgos tanto como los grandes alardes. Es el equivalente lúdico de esas películas de estudio que están tan calibradas para satisfacer al mayor número de espectadores posible que acaban no satisfaciendo realmente a nadie.

A lo que voy es que quizá el verdadero valor de La Orden de los Gigantes no esté en lo que ofrece, sino en lo que su indiferencia nos enseña sobre el estado actual de la industria. Estamos en un momento en el que ser competente se ha vuelto tan ubicuo que ya no es suficiente para generar emoción genuina. Los jugadores hemos desarrollado una tolerancia natural a la excelencia: esperamos que los controles respondan bien, que los gráficos sean convincentes, que la narrativa sea coherente. Cuando un juego cumple estas expectativas básicas sin ir más allá, la respuesta natural es esa indiferencia educada que tan bien conocemos.

En cierto sentido, los DLC como La Orden de los Gigantes funcionan como tests de resistencia emocional: nos ayudan a identificar qué es exactamente lo que buscamos cuando decimos que queremos "más" de un juego. ¿Más tiempo con los personajes? ¿Más oportunidades de usar las mecánicas que ya dominamos? ¿O algo más esquivo, esa sensación de descubrimiento que nos llevó a enamorarnos del juego original en primer lugar?

El arte de la coda

Quizá la mejor manera de entender el fenómeno de los DLC sea pensar en ellos como codas musicales: esas secciones finales que prolongan una pieza después de su resolución natural, añadiendo matices y reflexiones que la estructura principal no podía acomodar. Una buena coda no necesita ser espectacular; puede ser simplemente un momento de contemplación, una manera elegante de despedirse de una melodía que ya conocemos bien.

Visto así, La Orden de los Gigantes cumple perfectamente su función: es una coda competente para una sinfonía ya completa. No pretende ser el momento culminante de la experiencia Indiana Jones, sino una oportunidad adicional de pasar tiempo en ese universo, de resolver algunos puzzles más, de escuchar una vez más esa música tan familiar. Es una despedida educada, profesional, que no se alarga más de la cuenta, pero que tampoco deja una huella especialmente profunda.

El problema es que en una época de sobreabundancia de contenido, las codas educadas tienden a perderse en el ruido. Necesitamos que nos den razones activas para recordarlas, no solo razones pasivas para no olvidarlas. Y ahí es donde la frialdad de La Orden de los Gigantes se convierte en su propio diagnóstico: nos recuerda que la competencia ya no basta, que necesitamos algo más para justificar que dediquemos nuestro tiempo limitado a una experiencia en lugar de a las mil otras que compiten por nuestra atención.

Quizá sea demasiado pedir que cada DLC sea una obra maestra, pero no es demasiado pedir que cada DLC tenga una razón de existir más allá del hecho de que la tecnología permite crearlo y el mercado permite venderlo. Los mejores contenidos adicionales nacen de una necesidad creativa genuina, de esa sensación de que hay una historia más que contar o una idea más que explorar. Cuando esa necesidad está ausente, lo que queda es competencia sin pasión: profesionalidad impecable que cumple su función sin tocar realmente el alma. Y quizá, después de todo, no haya diagnóstico más honesto que la indiferencia.

Apóyanos

Level Up! existe gracias a lectores como tú. Somos independientes, sin anuncios ni clickbait. Tu apoyo nos permite dedicar tiempo a análisis profundos y podcasts exclusivos.

Suscríbete desde 3€ al mes