Hay un momento, muy al principio de Silksong, cuando acabas de despertar en Gruta Musgosa y todavía estás procesando qué diablos ha pasado con Hornet, que defines sin saberlo el tipo de jugador que vas a ser durante las siguientes sesenta horas. La mayoría de la gente, sensata, tirará hacia la izquierda, siguiendo el camino obvio que lleva hacia la aventura principal, hacia lo que el juego espera que hagas; pero si eres de esa clase de personas que no puede evitar mirar hacia la esquina contraria, hacia el rincón que parece no llevar a ninguna parte, encontrarás algo extraordinario: una pared falsa que esconde una habitación secreta, y en esa habitación, una bestia blanca dormida que al despertarse se convierte en tu primer minijefe. No hay pistas, no hay tutoriales, no hay indicaciones visuales evidentes; solo un detalle minúsculo —una textura ligeramente distinta en la pared de musgo verde lima— que te susurra que quizá, solo quizá, merezca la pena investigar. Cuando la despiertas con tu aguja, la criatura se pone a rodar desesperadamente por la habitación diminuta, y tu única estrategia viable es salir corriendo de vuelta a la primera cámara secreta, esperar a que se calme, volver a entrar y repetir el proceso hasta derrotarla. Es cruel, es inesperado, y es absolutamente perfecto.
Esta es la filosofía de Team Cherry destilada en su forma más pura: el respeto absoluto por la curiosidad del jugador, convertido en diseño de niveles. Silksong está plagado de estos momentos, pequeños detalles que en cualquier producción masiva habrían sido los primeros en caer víctimas del proceso de pulido, de la necesidad de hacer las cosas «más claras», «más accesibles», de esa obsesión moderna por no perder ni un solo jugador en el camino. Aquí, en cambio, cada recoveco parece haber sido pensado para quien se toma el tiempo de mirar, de experimentar, de preguntarse qué pasaría si tratases esa pared aparentemente sólida como lo que podría ser: una mentira preciosa esperando a ser descubierta.
A lo que voy es que Silksong entiende algo que muchos juegos han olvidado en la carrera hacia las grandes producciones: que la magia a menudo vive en lo minúsculo, en esos detalles que solo descubres cuando has decidido que el mundo del juego merece ser explorado más allá de sus objetivos obvios. Tomemos, por ejemplo, la manera en que los rosarios —la nueva moneda del juego— se comportan cuando derrotas a un enemigo. En lugar de aparecer mágicamente en tu inventario o flotar inmóviles esperando a ser recogidos como en tantos otros juegos, los rosarios se dispersan por el suelo como cuentas reales, rodando por las superficies inclinadas, rebotando en las paredes como pequeñas canicas de nácar, y sí, cayendo por precipicios y fosos de lava si no tienes cuidado. Es un detalle que podría parecer molesto —y de hecho lo es, hasta que ad el Broche Magnetita que los atrae automáticamente hacia ti como un imán invisible—, pero que añade una capa de fisicalidad al mundo que hace que cada combate se sienta ligeramente distinto, ligeramente más real, ligeramente más consecuente.
Hay algo profundamente generoso en esta aproximación al diseño, algo que conecta con la tradición artesanal de los grandes metroidvanias de los noventa, cuando los desarrolladores tenían tiempo y espacio para enamorarse de sus propias creaciones. Como en Super Metroid, donde cada habitación tenía su propia personalidad dictada por detalles aparentemente insignificantes —la manera en que la luz se filtraba entre las estructuras alienígenas, el comportamiento específico de cada enemigo en su entorno natural—, en Silksong cada zona respira a través de sus pequeñas decisiones, a través de esas elecciones de diseño que nadie te obliga a tomar, pero que transforman la experiencia de quien está dispuesto a fijarse en ellas. Los depósitos de Fragmentos de Coraza que cuelgan de las paredes como cristales ornamentales hasta que los rompes con la aguja; los rosarios que adornan estructuras del entorno antes de convertirse en moneda, como si el mundo mismo fuera una iglesia abandonada llena de reliquias; las piscinas de agua clara que esconden habitaciones secretas sin necesidad de objetos especiales para nadar, rompiendo así una convención establecida en el primer juego de la manera más natural posible.

Por supuesto, esta filosofía del detalle tiene sus raíces en algo más profundo que la mera nostalgia por los juegos de antaño. Lo que Team Cherry está haciendo aquí es una declaración de principios sobre lo que puede ser un videojuego cuando no se conforma con ser un producto, cuando aspira a ser también un lugar. Un lugar con su propia lógica interna, con sus propias reglas físicas y emocionales, con sus propios misterios que no necesariamente tienen que ver con la narrativa principal, pero que dan densidad y peso al mundo. Es la diferencia entre un decorado de cartón-piedra y una catedral gótica: ambos pueden servir al propósito narrativo de ser «un lugar sagrado», pero solo uno de ellos te invita a perderte en sus detalles, a descubrir las gárgolas escondidas en las esquinas, a preguntarte por las historias que cuentan sus vidrieras.
Quizá el ejemplo más revelador de esta filosofía sea la Cuerda de Rosario Deshilachada, un objeto que encontrarás escondido en una cornisa aparentemente inalcanzable de Gruta Musgosa, colgando sobre un precipicio que parece demasiado ancho para saltarlo con seguridad. Cuando finalmente consigues alcanzarlo —y lo conseguirás, porque el juego confía en tu persistencia—, no te da «algunos rosarios» o «muchos rosarios»: te da exactamente veintiocho. Es una cantidad tan específica, tan deliberada, que sabes que alguien se sentó a calcularla, a pensar cuántos rosarios necesitarías en ese momento exacto de la partida, cuántos te darían la sensación justa de recompensa sin romper la economía del juego ni hacerte sentir que el hallazgo había sido inmerecido. Es el tipo de detalle que solo alguien que ama profundamente lo que hace se toma el tiempo de ajustar, de pulir hasta que queda perfecto, como un relojero ajustando los engranajes de un mecanismo que nadie más que él va a ver jamás.
Esta atención obsesiva por lo pequeño se extiende incluso a las decisiones más polémicas del juego, como los bancos que requieren pago en rosarios para ser activados, una fricción que muchos jugadores han criticado como innecesariamente punitiva. En cualquier otra producción, este tipo de decisión de diseño habría sido eliminada en los primeros focus groups, suavizada hasta convertirse en algo inofensivo e invisible; aquí, se mantiene como parte de una visión coherente del mundo, como una declaración de que Telalejana no es un parque temático diseñado para tu comodidad sino un reino real con sus propias reglas económicas y sociales. Los bancos no son simplemente puntos de guardado automático: son refugios en un reino hostil, estructuras que requieren mantenimiento, inversión, cuidado y, como tales, tienen un coste. Es una decisión que puede resultar molesta —y ya digo, lo es—, pero que responde a una lógica interna del mundo que Team Cherry se niega a quebrar por conveniencia, por mucho que algunos jugadores prefieran la comodidad a la coherencia.

En cualquier caso, no llegaría a decir que esta filosofía del detalle es perfecta, o que siempre funciona a favor del juego. A veces, la atención desmedida a lo minúsculo puede generar fricciones innecesarias, momentos en los que la pureza de la visión entra en conflicto directo con la comodidad del jugador, como cuando los rosarios caen por precipicios y los pierdes para siempre, o como cuando la economía del juego te obliga a farmear enemigos para poder permitirte activar el siguiente banco de descanso. Hay algo de sadismo elegante en algunas de estas decisiones, un placer casi perverso en hacer las cosas más difíciles de lo que podrían ser, en negarse a conceder facilidades que otros juegos dan por sentado. Pero hay algo admirable, casi heroico, en la manera en que Silksong se aferra a sus convicciones, rechazando las soluciones fáciles en favor de un diseño que confía en la inteligencia y la paciencia de quien juega, que asume que sus jugadores son capaces de adaptarse a un mundo que no está diseñado exclusivamente para hacerles felices.
Hay tres cosas que me parecen especialmente reveladoras de esta aproximación al diseño. La primera es la manera en que el juego trata el agua: a diferencia del Hollow Knight original, donde necesitabas encontrar un objeto específico para poder nadar, aquí Hornet puede sumergirse desde el primer momento, sin explicaciones, sin tutoriales, simplemente porque es algo que tiene sentido que pueda hacer. Es un pequeño gesto de confianza hacia el jugador, una manera de decir «no vamos a insultar tu inteligencia explicándote cómo funciona el agua». La segunda es el sistema de seda para curarse, que requiere que generes el recurso atacando enemigos, pero te permite curar instantáneamente hasta tres máscaras de vida de una vez, siempre y cuando no te interrumpan en el proceso; es más arriesgado que el sistema de Alma del juego original, pero también más dinámico, más integrado en el flujo del combate. La tercera es la presencia de Shakra, la cartógrafa que vende mapas y herramientas de navegación, que, como Cornifer en Hollow Knight, cambia de ubicación según tu progreso en el juego, obligándote a buscarla cada vez que necesitas sus servicios; es una decisión que podría parecer arbitraria, pero que refuerza la sensación de que estás explorando un mundo vivo, poblado por personajes con sus propias motivaciones y rutinas.
Quizá lo que más me fascina de todo esto es cómo Silksong logra que estos pequeños detalles se acumulen hasta crear una sensación de lugar que va más allá de la suma de sus partes. No es solo que cada elemento individual esté bien pensado —que lo está—, sino que todos ellos conspiran juntos para crear una experiencia que se siente auténtica, personal, íntima. Como esas baysa que encuentras colgando de plataformas aparentemente inaccesibles, y que según las descripciones del juego son «tóxicas para las criaturas enemigas» pero que nunca llegas a usar realmente como arma; están ahí no porque tengan una función mecánica específica, sino porque un mundo real estaría lleno de cosas así, de objetos cuya utilidad no es inmediatamente obvia, de misterios menores que no necesitan resolución.

También están esos detalles minúsculos que solo notas cuando llevas horas jugando: la manera en que algunos Fragmentos de Coraza están escondidos detrás de paredes falsas que solo puedes detectar por pequeñas diferencias de textura; cómo las plataformas flotantes del Gruta Musgosa tienen pequeñas grietas y marcas de desgaste que sugieren que han estado ahí durante siglos; o cómo los enemigos más pequeños, esas larvas verdosas que encuentras al principio, tienen patrones de movimiento ligeramente distintos dependiendo de si están en tierra firme o cerca del agua. Son detalles que nadie te va a explicar en un tutorial, que no aparecen en ninguna guía de mecánicas del juego, pero que se van acumulando en tu subconsciente para crear esa sensación de coherencia interna que separa a los mundos memorables de los simples escenarios funcionales.
En una industria cada vez más obsesionada con las métricas de retención, ls analíticas de comportamiento del jugador y la optimización de cada segundo de gameplay para maximizar el engagement, Silksong propone algo radicalmente distinto: la idea de que un videojuego puede permitirse ser sutil, puede tomarse el tiempo de esconder tesoros para quien esté dispuesto a buscarlos, puede confiar en que sus jugadores van a encontrar belleza en los rincones que otros considerarían tiempo perdido. Es una postura casi anacrónica en el panorama actual, un acto de fe en una época que prefiere las certezas; quizá por eso mismo resulta tan refrescante, tan necesaria.
Es, al fin y al cabo, una demostración de que la escala no determina la profundidad, de que no necesitas presupuestos infinitos ni equipos de cientos de personas para crear mundos memorables. En un panorama donde los desarrollos AAA parecen empeñados en hacer cada vez más grande todo lo que tocan —más mapas, más misiones, más contenido—, Silksong demuestra que a veces basta con hacer cada piedra, cada pared, cada rosario que rueda por el suelo un poquito más interesante, un poquito más personal, un poquito más real. Como esa bestia blanca dormida detrás de la pared falsa del primer minuto de juego: no necesitas encontrarla para completar la aventura, pero el juego es infinitamente más rico porque está ahí, esperando a quien tenga la curiosidad suficiente para buscarlo.
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