La otra noche, rebuscando entre los cajones del salón —esos donde se acumulan cables de móviles que ya no existen y mandos sin pilas desde 2014—, encontré mi vieja copia de Super Mario Galaxy 2. Para mi sorpresa, no estaba al lado de Skyward Sword ni de los Just Dance de la era pre-pandemia, sino sepultada bajo una funda de la Wii que juraría que nunca usé. No sé qué me llevó a sacar el disco, quizá solo nostalgia de sábado, pero al instante recordé por qué este juego siempre ha sido como ese amigo simpático que nunca acapara el grupo de WhatsApp, pero está ahí cuando más lo necesitas.
Siempre me ha hecho gracia cómo la historia ha tratado a Super Mario Galaxy 2. Si hiciéramos caso a los rankings, parecería que fue un DLC demasiado caro, una secuela improvisada, un “oye, ¿y si lo repetimos, pero con Yoshi?”. De hecho, todavía me cuesta recordar que nunca tuvo recopilatorio HD, ni port en Switch, ni la reverencia de los aniversarios con confeti. Supongo que el karma de ser el segundo plato es ese: gustar a todo el mundo, pero no salir nunca en la foto familiar.
Lo curioso es que Super Mario Galaxy 2 es, probablemente, el Mario más desinhibido de todos. Y eso, dicho de un fontanero que ha estado en el espacio, en las profundidades marinas y dentro de un televisor, ya es decir. No tiene trama, ni la pretende. Bowser se vuelve gigante porque sí, la princesa está en apuros por costumbre, y tú solo quieres ir de planeta en planeta como quien pasa de chiringuito en la playa. Si el primero era la gran aventura, el dos es el after con luces de neón y Yoshi fluorescente.
¿Recordáis cuando los juegos no tenían que justificar su existencia con un giro de guion o una ambición revolucionaria? Yo tampoco, pero Super Mario Galaxy 2 me lo hace imaginar. Aquí, el diseño de niveles es puro desparrame: cada galaxia dura lo justo para que no te aburras, cada mecánica parece sacada de una libreta de ideas locas que Miyamoto tenía olvidada en la guantera del coche. Y la música… bueno, a veces me pillo tarareando el tema de Flip-Swap Galaxy en la ducha y, sinceramente, no me arrepiento de nada.

Lo mejor es que Super Mario Galaxy 2 no quiere que te comprometas. Nada de mundos abiertos, ni mapas saturados de iconos, ni coleccionables de esos que te hacen perder la fe en la humanidad. Es un juego para devorar a bocados, para saltar de estrella en estrella y dejarte llevar. Hay algo casi subversivo en esa ligereza. Como si Nintendo, por una vez, hubiera decidido olvidarse de las “cien horas de contenido” y limitarse a preguntar: “¿Te lo estás pasando bien?” Spoiler: sí.
A veces pienso en cómo serían recibidas hoy las secuelas a la antigua. Imagina que mañana anuncian un Elden Ring 2 que solo es “más Elden Ring, pero con más bosses ridículos y una oveja parlante”. Internet ardería. Nos preguntaríamos por qué no han reinventado el género, por qué no han hecho mundo abierto sobre mundo abierto, por qué se conforman con “perfeccionar” lo anterior. Y, sin embargo, Super Mario Galaxy 2 fue eso: el perfeccionismo convertido en fiesta.
Por supuesto, a nivel de legado, Super Mario Galaxy 2 sigue en el limbo. Ni tiene su propio documental, ni speedruns masivos, ni hilos de Reddit defendiendo que cambió la vida de una generación. Es el juego de las anécdotas pequeñas, de las tardes de domingo, de las partidas improvisadas mientras se hacía la cena. Es el Mario que no se toma en serio ni a sí mismo y, quizá por eso, sobrevive en la memoria como una canción de verano que nunca acaba de sonar en la radio, pero tampoco se olvida del todo.
Recuerdo la primera vez que monté en Yoshi. No había ni un ápice de lógica, ni un intento de disfrazar el absurdo. Era solo Nintendo diciendo: “¿Por qué no?” Y así, nivel tras nivel, estrella tras estrella, Galaxy 2 te enseña que el mejor diseño del mundo a veces solo necesita una idea tonta, ejecutada con maestría y sin miedo al qué dirán.

Quizá por eso sigo volviendo a él de vez en cuando. Porque en una industria obsesionada con la revolución, con la narrativa compleja, con la “experiencia definitiva”, se agradece un título que solo aspira a hacerte sonreír. No necesita redimirte, ni demostrarte nada. Solo quiere que, por un rato, seas ese niño que creía que podías saltar entre planetas con la misma naturalidad con la que saltabas entre charcos.
Puede que Super Mario Galaxy 2 nunca reciba el homenaje que merece. Puede que Nintendo siga fingiendo que no existe, como quien olvida un cumpleaños incómodo. Pero si te das una vuelta por cualquier foro, siempre hay alguien diciendo “¿y si volvemos a jugarlo?”. Y ese, sinceramente, es el mayor premio que puede tener una secuela que, sin pedir permiso, sigue siendo mejor que muchos estrenos con tráiler de cinco minutos y promesas de “mapa el triple de grande”.
A veces, lo único que necesitamos es un buen salto, una galaxia absurda y una melodía pegadiza para recordar por qué empezamos a jugar. Y si ese salto es el mismo de hace 15 años, mejor todavía.
Feliz cumpleaños, Super Mario Galaxy 2. Gracias por recordarnos que, a veces, la mejor revolución es seguir bailando cuando nadie mira.
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