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En 1967, Roland Barthes anunció la muerte del autor en un ensayo que sacudió los cimientos de la crítica literaria. Su propuesta era radical: la obra pertenece al lector, no a quien la escribe; el significado no reside en las intenciones de su creador, sino en el diálogo que establece con quien la experimenta. Cincuenta y ocho años después, mientras algunos jugadores se rasgan las vestiduras por los ajustes de balance de Silksong, uno no puede evitar preguntarse si Barthes habría sido un jugador ocasional o un purista de la dificultad. La polémica en torno a las modificaciones de Team Cherry revela algo fascinante sobre la naturaleza esquizoide de nuestro medio: queremos que los videojuegos sean arte cuando nos conviene para legitimarlos culturalmente, pero nos negamos a aceptar las implicaciones que eso conlleva cuando rozan nuestras convicciones más íntimas sobre lo que significa "jugar bien". Es como si hubiésemos construido un altar a la autoría videolúdica sin comprender del todo a qué divinidad estamos venerando.
La primera vez que morí ante Hornet en Hollow Knight —debieron ser unas doce veces antes de entender sus patrones— experimenté esa mezcla de frustración y determinación que solo conoce quien ha abrazado la cultura del "git gud". Había algo vagamente masoquista en repetir una y otra vez la misma secuencia, como un monje zen que busca la iluminación a través del sufrimiento autoimpuesto. El mando se humedecía entre mis manos sudorosas mientras escuchaba por enésima vez el tintineo de los geos dispersándose por el suelo. Cuando finalmente la derroté, la satisfacción no provenía solo de haber dominado sus mecánicas, sino de haber superado una prueba existencial que se extendía más allá de la pantalla. ¿Era esa la intención de Team Cherry? Probablemente no. ¿Importaba? En aquel momento, desde luego que no.
Esa experiencia me vuelve ahora a la cabeza mientras leo las declaraciones airadas de quienes consideran que los parches de Silksong constituyen una traición imperdonable. Me pregunto cuántos de estos defensores de la pureza autoral han experimentado alguna vez esa comunión íntima entre el jugador y el juego, ese momento en que la obra trasciende las intenciones de sus creadores para convertirse en algo personal e intransferible. Porque ahí, en esa alquimia misteriosa entre el diseño y la experiencia, es donde reside verdaderamente la magia del videojuego.

Los cambios introducidos en Silksong son, desde cualquier perspectiva objetiva, microscópicos. Una reducción del daño enemigo en las primeras áreas, ajustes en los tiempos de invencibilidad tras recibir impactos, modificaciones en la velocidad de algunos proyectiles. No estamos hablando de la inclusión de un modo fácil o de la eliminación de jefes finales; son retoques que cualquier estudio aplicaría tras observar los datos de juego y comprobar que un porcentaje significativo de jugadores abandona en las primeras horas. Sin embargo, la reacción ha sido desproporcionada, como si Team Cherry hubiese profanado un templo sagrado con manos impuras. Esta histeria colectiva revela más sobre nosotros como comunidad que sobre la integridad artística del juego. En el fondo, lo que se dirime no es tanto la coherencia del diseño como el derecho a pertenecer a una élite autodesignada. La dificultad se ha convertido en una suerte de capital simbólico que algunos jugadores esgrimen para diferenciarse del rebaño de casuales. Es comprensible: en una época en la que el entretenimiento se ha masificado hasta extremos impensables, la búsqueda de experiencias que requieran dedicación y esfuerzo puede entenderse como una forma de resistencia cultural.
Pero hay algo profundamente irónico en que esta resistencia se articule a través del concepto de autoría. Team Cherry, después de todo, son los verdaderos autores de Hollow Knight y Silksong. Si han decidido modificar aspectos de su obra, ¿no es esa decisión también una expresión de su visión creativa? ¿O acaso la autoría solo es sagrada cuando coincide con nuestros prejuicios sobre cómo deben ser las cosas? La obsesión por la "pureza" de la visión autoral en los videojuegos me recuerda poderosamente al debate que rodeó las diferentes versiones de Blade Runner. Cuando Ridley Scott eliminó la voz en off de Harrison Ford en el Director's Cut de 1992, ¿estaba traicionando su visión original o restaurándola? ¿Era la versión cinematográfica de 1982, impuesta por los productores que temían que el público no comprendiera la película sin explicaciones, más "auténtica" que la revisión posterior del propio director? ¿Y qué decir del Final Cut de 2007, donde Scott volvió a introducir cambios? ¿Cuál de todas estas versiones representa la verdadera Blade Runner?
Los videojuegos, como el cine, son artes colaborativas y temporales. Pretender que existe una versión definitiva e inmutable es ignorar la naturaleza misma del medio. Un juego no nace acabado de la mente de su creador como Atenea de la cabeza de Zeus; es el resultado de miles de decisiones, compromisos, limitaciones técnicas y temporales, pruebas de ensayo y error. Y una vez que sale al mundo, comienza una nueva fase de su existencia en la que el diálogo con los jugadores puede —y debe— influir en su evolución. Esto no significa, por supuesto, que todos los cambios sean necesariamente positivos o que los desarrolladores deban plegarse ciegamente a las demandas de la audiencia. Significa, más bien, que la relación entre creador y receptor en el videojuego es fundamentalmente diferente de la que existe en otros medios. Cuando Joyce escribió Ulises, no pudo observar en tiempo real cómo los lectores se relacionaban con su obra y ajustar, por tanto, la densidad de sus monólogos interiores. Team Cherry sí puede hacerlo, y esa capacidad no es una limitación de su libertad creativa, sino una ampliación de sus posibilidades expresivas.
Lo que verdaderamente se dirime en esta polémica es la legitimidad cultural del videojuego como forma artística. Los defensores a ultranza de la "intención del autor" buscan, quizá inconscientemente, que el medio sea respetado en los círculos culturales establecidos. Su error es asumir que el respeto se gana mediante la imitación servil de las categorías estéticas de otros medios. Los videojuegos no necesitan comportarse como novelas o sinfonías para merecer consideración artística; su valor radica precisamente en su naturaleza híbrida, participativa y evolutiva. Cuando un libro se publica, queda fijado para la posteridad. Podemos interpretarlo de mil maneras diferentes, pero el texto permanece inmutable. Cuando un juego se lanza, apenas comienza su verdadera existencia. Es entonces cuando entra en contacto con miles, millones de jugadores que lo someten a tensiones imprevistas, que descubren posibilidades que sus creadores nunca imaginaron, que lo utilizan de formas que desafían las intenciones originales. Esta capacidad de transformación no es un defecto del medio, sino su característica más definitoria.

El miedo a los parches y las actualizaciones revela, en el fondo, una profunda ansiedad sobre la naturaleza fluida del videojuego. Queremos que nuestras experiencias significativas permanezcan intactas, que el juego que nos marcó mantenga para siempre las características que lo hicieron especial. Pero esa petrificación nostálgica es exactamente lo opuesto al espíritu que anima a los mejores videojuegos: la voluntad de experimentar, de probar, de fracasar y volver a intentarlo. Hay algo hermosamente paradójico en que una comunidad construida alrededor de juegos que celebran la superación, la perseverancia y el crecimiento personal se muestre tan reacia al cambio cuando este afecta a sus objetos de culto. Hollow Knight es un juego sobre la transformación, sobre un reino que se pudre y renace constantemente, sobre personajes que luchan contra la corrupción y la decadencia. Sus mecánicas mismas están diseñadas para fomentar el aprendizaje gradual, la adaptación, la mejora constante. ¿No hay cierta ironía en que algunos de sus más fervientes admiradores rechacen esos mismos principios cuando se aplican al desarrollo del juego?
La verdadera madurez del medio llegará cuando seamos capaces de sostener dos ideas aparentemente contradictorias: que los desarrolladores tienen derecho a una visión artística coherente, y que esa visión puede —debe— evolucionar en diálogo con quienes la experimentan. No se trata de elegir entre la pureza creativa y la democratización del acceso, sino de entender que en los videojuegos ambas pueden y deben coexistir. El medio es lo suficientemente rico y complejo como para sostener esa tensión sin desgarrarse. Quizá el problema radique en que seguimos pensando en términos binarios: arte versus entretenimiento, visión del autor versus demandas del público, dificultad auténtica versus facilitación artificial. Pero los mejores videojuegos han trascendido siempre esas dicotomías falsas. Son arte y entretenimiento, expresión personal y experiencia colectiva, desafío y accesibilidad. La grandeza de Hollow Knight no reside en su dificultad per se, sino en cómo esa dificultad sirve a una experiencia más amplia de exploración, descubrimiento y crecimiento personal.
Al final, el debate sobre Silksong es síntoma de algo hermoso: que nos importa lo suficiente el medio como para discutir apasionadamente sobre él. Esa pasión, mal canalizada, puede convertirse en fanatismo; bien dirigida, es la energía que impulsa la evolución artística. Team Cherry seguirá haciendo los juegos que les nazcan del alma, los puristas seguirán defendiendo fortalezas imaginarias, y los jugadores ocasionales seguirán disfrutando sin complejos de experiencias que otros consideran profanadas. Y todos, en el fondo, estaremos participando en la misma sinfonía colaborativa que hace del videojuego el arte más democrático —y por ello, quizá, el más importante— de nuestro tiempo. Porque a diferencia de la literatura, el cine o la música, el videojuego necesita de nosotros para existir. No somos espectadores pasivos de una obra acabada, sino coautores involuntarios de una experiencia que se escribe en tiempo real, que cambia con cada partida, con cada muerte, con cada pequeña victoria arrancada a la dificultad.
En esa participación activa, en esa coautoría involuntaria, reside quizá la verdadera muerte del autor de la que hablaba Barthes. No porque las intenciones del creador carezcan de valor, sino porque en el videojuego esas intenciones se transforman constantemente en el crisol de la experiencia compartida. Silksong seguirá evolucionando, como evolucionó Hollow Knight, como evolucionan todos los grandes juegos: en diálogo permanente con quienes les dan vida al jugarlos, al modificarlos, al discutir sobre ellos en foros como el que ha dado pie a estas reflexiones. Al final, esa es quizá la lección más profunda que nos ofrece esta polémica: que el verdadero autor de un videojuego no es solo quien lo crea, sino también quien lo juega, quien lo vive, quien lo transforma con su experiencia. Y en esa autoría compartida, en esa colaboración involuntaria entre creador y jugador, reside la magia irreductible de nuestro medio favorito.
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