No sé exactamente cuándo pasamos de emocionarnos por un mundo abierto nuevo a emocionarnos por los músculos de un caballo, pero aquí estamos. Mientras veía el State of Unreal, me he encontrado a mí mismo hipnotizado por la musculatura de Kelpie, el flamante corcel de Ciri en The Witcher 4. La presentación, perfectamente orquestada, hacía zooms y más zooms en las patas del animal, la cámara paseaba por la piel como si fuera un anuncio de cremas hidratantes, y todo el rato yo pensando: “Sí, muy bien, pero ¿esto hará que deje de subirse a los tejados como Sardinilla?” Spoiler: lo dudo.

Tengo una relación rara con los caballos digitales. En el fondo, les exijo lo mismo que a los de verdad: que no me tiren, que no se asusten con las ardillas y que, a ser posible, no atraviesen la geometría del mapa cuando decido apurar por un barranco porque voy tarde a una secundaria. Pero admito que también soy presa de este ciclo absurdo: cada vez que veo un nuevo “avance” gráfico en un evento, me sorprendo aplaudiendo como si me acabasen de regalar el caballo de Troya.

Es curioso cómo, después de meses hablando del “auge creativo del AA”, de cómo lo importante son las ideas, la narrativa, la originalidad, basta un par de conferencias con demo técnica y partículas “next gen” para que, de pronto, solo importe la piel brillante de un corcel y las sombras en tiempo real. Durante días, la conversación gira en bucle: ¿habéis visto los músculos de Kelpie? ¿Y las crines? ¿Y el ray tracing en las herraduras? Todo lo demás —la memoria, el diseño, incluso la protagonista— pasa a segundo plano. Es la magia de la industria: todos queremos ser sofisticados, pero una demo bonita nos convierte en Homer Simpson viendo una rosquilla gigante.

Lo gracioso es que este fenómeno no es nuevo. Llevo jugando a The Witcher desde que los caballos eran más un rumor que una mecánica central, y si cierro los ojos todavía veo a Sardinilla atascada entre dos árboles o teletransportada a la cima de una iglesia, como si fuera una especie de Pokémon bugueado. La diferencia es que ahora, en vez de reírnos de esos desastres, los cubrimos con músculo renderizado y promesas de “realismo sin comprometer el rendimiento”. Lo único que sigue igual es la incertidumbre de si al final, por mucho músculo que pongan, acabaré llamando a Kelpie y encontrándola encajada en una fuente de Velen.

No me malinterpretes: me fascinan los avances técnicos. Adoro la sensación de asombro, el “cómo demonios han hecho esto” de las primeras horas en un juego nuevo. Pero, ¿no te parece que cada vez nos dura menos la memoria? Hace dos semanas, todos jurábamos que lo importante eran los juegos raros, los estudios pequeños, las historias que nadie cuenta. Hoy, tras un evento de Unreal y un caballo bien musculado, volvemos a medir el futuro del medio en FPS y polígonos por crin.

Quizá es solo el ciclo natural del entusiasmo videojuerguista, esa especie de memoria de pez que nos hace obsesionarnos con el último avance gráfico para, tres días después, volver a pedirle al indie de turno que nos salve del aburrimiento. Nos pasa a todos: periodistas, streamers, foreros de Reddit y hasta los que juramos que lo nuestro es “solo por los juegos”. Una semana defendiendo la creatividad a capa y espada; a la siguiente, discutiendo en Twitter si las sombras de la demo de The Witcher 4 son más o menos “realistas” que las del GTA 6.

Supongo que en el fondo buscamos excusas para ilusionarnos. Algo que nos haga sentir que el salto generacional no es solo una etiqueta de marketing, sino un momento real. Y claro, cuando te ponen a Ciri cabalgando sobre una Kelpie que parece recién salida de un documental de La 2, te agarras a eso, aunque sepas que en la práctica terminarás usándola para atajar campo a través y perderás la épica en la primera zanja en que te atasques.

A veces me pregunto si no estamos atrapados en una especie de síndrome de Peter Pan digital. Queremos crecer, hablar de narrativa, de industria, de futuro… pero basta una demo técnica bien montada para volver a los 12 años y fliparlo con el brillo de una armadura. Quizá sea inevitable, quizá incluso esté bien: ¿acaso no jugamos también para eso? Para dejarnos llevar por la promesa de lo imposible, aunque sepamos que el verdadero salto, la revolución de verdad, casi nunca está donde brilla el foco.

Igual, la culpa no es ni de los estudios ni de nosotros, sino de ese deseo colectivo de volver a asombrarnos. Aunque, la verdad, si al final The Witcher 4 sale y Kelpie sigue atascándose en un árbol, prometo no enfadarme. O al menos no mucho. Bastará con que la cámara haga un zoom en esos músculos renderizados para que, durante un par de horas, vuelva a creer que todo ha cambiado.

Al final, esto va de memoria, sí, pero también de expectativas. De cómo nos repetimos las mismas historias, las mismas discusiones, las mismas promesas de revolución. Y de cómo, pese a todo, seguimos corriendo detrás de la zanahoria (o de la crin) con la ilusión intacta. Porque, seamos sinceros: por mucho músculo que le pongan, el desastre —el bug, el meme, el momento en que Kelpie aparezca en el sitio más insospechado— siempre lo pone el jugador. Y yo, por si acaso, ya me estoy preparando para pedirle perdón al caballo antes de la primera partida.