Son las 22:45, la casa en silencio y por fin puedo sentarme a jugar. La escena es la misma de siempre: la consola encendida, el mando en las manos, la sensación de que tengo todo el tiempo del mundo... hasta que miro el reloj y hago cuentas. Puede que hoy toque avanzar ese juego para la crítica, darle otra vuelta a la novedad para llegar con el comentario fresco al podcast, o quizá, solo quizá, ceder al impulso de jugar “lo que me da la gana” aunque esté fuera de moda y no sirva para el guion de la semana.
La realidad es que, aunque el videojuego forma parte de mi trabajo, el calendario me lo reparte entre la vida, la profesión y el propio cansancio.
No es que me haya vuelto rebelde, ni mucho menos. Juego a muchas novedades —por gusto y por necesidad— y hay semanas en las que el hype manda: Switch 2 asoma en el horizonte y yo estoy igual de nervioso que cualquier fan, con la cabeza llena de previsiones y la agenda de contenidos apretada. Hay días que elijo el juego porque hay que estar en la conversación y lo disfruto: me dejo arrastrar por el debate, leo análisis, comparo opiniones. Otras veces, sin embargo, noto que el reloj va por libre y lo único que me apetece es algo sencillo, corto, casi invisible.
En ese equilibrio, casi nunca hay perfección, pero siempre hay historias que contar.
Cuando era chaval, la rutina era otra (imagino que te sentirás identificado). Lo normal era encadenar sesiones interminables y sentir que el tiempo se estiraba hasta el infinito. El “deber” era jugarlo todo, acabarlo todo, no perderse nada; la conversación estaba en el patio del colegio, en el Chat IRC, en los foros. Ahora el algoritmo ha tomado el relevo y el hype dura lo que tarda en aparecer otro titular, pero la lógica —aunque más rápida— no ha cambiado tanto: si te descuidas, te atropellan los spoilers y el runrún de la comunidad.
Lo curioso es que, trabajando en esto, el juego se convierte a veces en una cita profesional: partidas que son deberes, análisis con fecha de entrega, maratones para llegar al embargo, podcast que hay que grabar. No me quejo, no me malinterpretes, es parte de la elección de apostar por Level Up!, y de intentar avanzar en su profesionalización; y de hecho, hay algo adictivo en ese ritmo. Pero también hay noches en las que echo de menos la despreocupación de antes: cuando no importaba el calendario, el único plan era perderse y dejarse llevar.
Con el tiempo, he aprendido a mezclar ambos ritmos. Hay semanas en las que me lanzo de cabeza a la novedad —toca estar en el pulso, vivir el estreno, destripar el goty antes de que Twitter decida si lo es o no— y otras en las que no me siento culpable por regresar a un clásico, descubrir un indie por puro capricho o, directamente, dejar el mando y dedicarme a leer, ver una serie, o no hacer absolutamente nada.
De hecho, algunos de los mejores textos que he escrito no han nacido al calor del lanzamiento, sino mucho después, a destiempo, cuando el juego ya no era trending topic y el artículo podía respirar. Hay algo reconfortante en opinar tarde, cuando la presión se ha ido y solo queda el poso real de la experiencia.
Es entonces cuando descubres detalles que el hype eclipsó, matices que pasaron inadvertidos entre los memes, o incluso defectos que el entusiasmo del primer día te hizo perdonar.
A veces me río al pensar que el calendario del jugador adulto se parece más al de una familia numerosa que al de un medio especializado. Aquí no hay fechas fijas: todo es negociable, susceptible de ser interrumpido o pospuesto. Un día puedes soñar con terminar un juego antes de la review… y a la semana siguiente descubrir que has pasado más tiempo en menús, tutoriales o leyendo sobre el juego, que jugándolo en sí.
Me consuela saber que no estoy solo: hablo con amigos, colegas, oyentes, y todos tienen su propia agenda secreta. Hay quienes juegan a escondidas cuando los niños duermen (a mis brazos, papás gamers), quienes aprovechan los trayectos al trabajo para avanzar en una portátil, quienes solo juegan en vacaciones. Cada uno traza su ruta, a veces con culpa, a veces con resignación, muchas veces con el simple placer de saber que el tiempo robado vale el doble.
En medio de todo esto, el algoritmo, el marketing y la industria siguen a lo suyo: anuncios, cuentas atrás, embargos, “no te lo puedes perder”. Supongo que en parte les entiendo: hay que vender actualidad, convertir el juego en noticia, alimentar la conversación. Pero la realidad es mucho más caótica y humana: el juego entra cuando puede, no siempre cuando toca.
En las últimas semanas, mientras me preparaba para el análisis de Monster Hunter: Wilds, me descubrí robando minutos a Chrono Trigger. Ese contraste —la obligación profesional y el placer culpable— es mi nueva normalidad.
A veces, el mejor comentario del podcast no nace de la última novedad, sino del juego viejo que alguien por fin terminó. El hype puede ser contagioso, pero la conversación más honesta suele llegar a destiempo, cuando baja la espuma y aparece el poso. Me gusta pensar que, en este calendario imposible, las mejores partidas no tienen fecha y los mejores recuerdos llegan cuando menos te lo esperas.
Quizá nunca vuelva a tener la energía de antes, ni el tiempo, ni el músculo para jugarlo todo en el momento. Pero tampoco lo echo de menos. He aprendido a valorar el placer de jugar a deshoras, el gusto de encontrar mi propio ritmo entre la agenda editorial y el caos diario.
En el fondo, este calendario secreto es como el de los festivales de verano: puedes intentar verlo todo, pero siempre hay un escenario secundario donde suena la mejor música, aunque casi nadie esté escuchando.
Así es como, entre deber y deseo, se va escribiendo la historia de cada jugador adulto. Sin orden, sin remordimientos y —con suerte— siempre con algún juego esperando en la recámara para cuando la vida, por fin, te deje un rato libre.
Y la verdad, no se me ocurre mejor manera de seguir jugando.
Level Up! existe gracias a lectores como tú. Somos independientes, sin anuncios ni clickbait. Tu apoyo nos permite dedicar tiempo a análisis profundos, escribir ensayos y grabar pódcast exclusivos.