Estamos en pleno Junio Jugón. Ese mes en el que, con o sin E3, la industria del videojuego decide convertir cada semana en un maratón de directos, showcases y eventos globales, todos compitiendo por un hueco en la agenda y en nuestra atención. El Summer Game Fest lo copa casi todo, pero orbitan a su alrededor una galaxia de presentaciones: desde el State of Unreal hasta el Xbox Games Showcase, pasando por Day of the Devs, Wholesome Direct, Women-Led Games Showcase, PC Gaming Show, Devolver Digital y otros tantos. El calendario es tan apretado que, por momentos, parece una lista de la compra escrita por alguien con insomnio y muchas ganas de tachar cosas.
Lo curioso es que, mientras la comunidad se organiza para no perderse ni un evento —con hilos de horarios, quinielas de anuncios y memes sobre el estado físico de Geoff Keighley—, muchos sentimos una mezcla de ilusión y agotamiento. Es como estar invitado a todas las fiestas del barrio en la misma noche: sabes que, en algún momento, vas a dejar de distinguir unas de otras y acabarás pidiendo un taxi para volver a casa, medio mareado, preguntándote en cuál de todas estaba la gente que más te apetecía ver.
Y es que, por mucho que nos vendan el “verano jugón” como un festival de descubrimiento y sorpresas, la experiencia real se parece demasiado a esas madrugadas de televisión en las que, haciendo zapping, acabas atrapado entre teletiendas y playlists que nunca terminan. Abres YouTube o Twitch con la esperanza de ver algo especial, pero enseguida te ves arrastrado por una avalancha de tráilers y anuncios que se suceden sin respiro ni contexto. Una playlist interminable donde cada juego parece idéntico al anterior, salvo por el número de brillos en el logo.
Hace no tanto, la cita con un gran evento digital era casi un ritual: una noche señalada, unos cuantos anuncios potentes, discusiones en redes y en Reddit que duraban semanas. Hoy, sin embargo, la sensación es la de estar atrapado en un bucle: cada semana hay una “fiesta” nueva, pero nadie recuerda qué se celebraba, ni por qué estaban todos ahí. La cantidad ha devorado a la calidad, y la promesa de descubrir el próximo bombazo ha quedado sepultada bajo capas de ruido y repetición.

No es que falten juegos interesantes ni talento. Es que el ruido se ha convertido en un estado natural. Hay eventos que vomitan decenas —a veces cientos— de tráileres en cuestión de horas, y la única constante es que, al final, te cuesta recordar uno solo. Un amigo lo llamaba hace poco “la playlist venida a más”; yo prefiero pensar en esas madrugadas de televisión basura donde cada producto promete cambiarte la vida y, al final, solo consigues que quieras apagar la tele.
Lo más llamativo es lo rápido que hemos normalizado este modelo. Ahora un showcase puede durar dos o tres horas, y lo habitual es que los organizadores cobren por cada minuto de exposición, como si estuviéramos comprando espacio publicitario en prime time. Los indies pagan por estar en el escaparate y, con suerte, arañan un puñado de wishlists que en otro contexto habrían conseguido con una buena demo o una recomendación de alguien de confianza. Y mientras tanto, la conversación gira en torno a la cantidad: ¿cuántos juegos? ¿Cuántos anuncios? ¿Cuántas sorpresas? Como si la suma fuera, por sí sola, una garantía de valor.
La deriva hacia la “teletienda” no es solo una cuestión de formato. Tiene mucho que ver con el estado de la industria, con la precariedad creciente y la necesidad de visibilidad de los estudios más pequeños. En una época de burbujas, de incertidumbre y de promesas de éxito rápido, los eventos se han convertido en una especie de red de arrastre que atrapa cualquier cosa que se cruce, sin importar el contexto ni el cuidado. Y, como en toda pesca de arrastre, el ecosistema sufre: demasiados peces, poco oxígeno, escasas oportunidades reales para destacar.
A veces pienso que parte del problema es que todos —medios, jugadores, desarrolladores— nos hemos acostumbrado a este ciclo de sobreexposición y olvido instantáneo. Queremos estar al día, descubrir el próximo hit, pero al mismo tiempo caemos en la trampa del scroll infinito, del hype por el hype, del evento que se anuncia solo para no dejar huecos en el calendario. Y así, el modelo original del “descubrimiento” se convierte en rutina; la rutina, en saturación, y la saturación, en un runrún de fondo que hace indistinguible lo relevante de lo accesorio.
He visto estos días cómo florecen los debates sobre la utilidad real de estos eventos. Hay quienes defienden la curaduría, el contexto, la selección cuidada de juegos —como el Thinky Games, donde todo está hilado con intención— frente al festival sin filtro. Y no les falta razón: cuando todo vale, nada importa. La ausencia de contexto mata el interés, y la sobreabundancia de estímulos acaba por anestesiar incluso al más entusiasta.

No tengo una solución mágica para el problema. Como tantos otros, he participado en el ciclo, he cubierto eventos, he celebrado anuncios, he recomendado juegos que he olvidado una semana después. Pero sí creo que hay espacio —y cada vez más necesidad— de volver a modelos más humanos y menos industriales. No hace falta reinventar la rueda: basta con escuchar, con mirar, con cuidar la recomendación y el contexto. Un evento más pequeño, una selección hecha con mimo, una comunidad donde alguien te explica por qué ese juego es especial, vale más que cien minutos de tráileres concatenados.
Lo paradójico es que, en medio del ruido, lo que más echamos en falta es la pausa. El tiempo para asimilar, para descubrir poco a poco, para conversar de verdad sobre lo que nos ha tocado, sorprendido o inquietado. Y eso, por mucho que lo intente la industria del hype, no se puede programar en una escaleta, ni empaquetar en una playlist de anuncios. Es algo que ocurre cuando dejas espacio, cuando te permites sentir, cuando priorizas la experiencia sobre la estadística.
Quizá por eso, en vez de buscar el próximo gran evento, empiezo a valorar más esas charlas improvisadas con amigos, los grupos pequeños donde se comparte lo que a uno le ha cambiado la semana, la newsletter que te recomienda un juego sin prisa y con argumentos, el pódcast que se detiene en lo anecdótico y lo personal. Al final, la diferencia no está en la cantidad de títulos ni en la espectacularidad de los anuncios, sino en la capacidad de crear comunidad y memoria compartida.
No quiero sonar como el abuelo que dice que todo tiempo pasado fue mejor. De hecho, me entusiasma la vitalidad de la escena independiente, la creatividad que bulle incluso en medio del caos. Pero a veces pienso que la mejor forma de cuidar ese ecosistema es decir, de vez en cuando, que no hace falta otro macroevento de cuatro horas. Que la magia del videojuego sigue estando en el descubrimiento lento, en la sorpresa íntima, en la recomendación personal.
Así que, la próxima vez que veas una playlist de tráileres que parece no tener fin, no te sientas mal por desconectar a mitad de camino. Quizá ahí, en ese pequeño gesto, empiece el verdadero redescubrimiento de lo que significa jugar, compartir y disfrutar de los videojuegos. Porque entre tanta teletienda y tanto ruido, lo que más falta nos hace no son más anuncios, sino más tiempo para escucharnos, para elegir, para recordar.
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