No recuerdo qué estaba buscando. Solo que abrí el mapa, señalé un punto al azar y puse rumbo a él. Era una isla diminuta. No tenía nombre. Ni enemigos. Ni cofres. Ni música. Solo un cielo que no cambiaba y el mar repitiéndose alrededor como si se hubiese quedado sin ideas. No entendí por qué me quedé allí más de lo necesario. Tampoco entiendo por qué me acuerdo ahora.
Quizá porque Wind Waker me enseñó algo que entonces no supe nombrar: que Nintendo, sin hacer ruido, también diseña la tristeza.
Siempre hemos hablado de Nintendo como una fábrica de alegría. Colores vivos, mecánicas claras, mundos amables. Pero a veces, entre tanto ritmo y tanto encanto, algo se cuela. Un silencio. Un hueco. Una sensación de estar lejos de casa sin que nadie lo diga. Y no es un error. Es diseño.
En Wind Waker pasas buena parte del tiempo navegando. Y aunque el juego te dé coordenadas, a veces te pierdes porque sí. Porque hay algo hipnótico en ir sin rumbo. En no saber qué viene después. En llegar a sitios donde no hay nada… y quedarte igual. Lo que más me impresionó, con el tiempo, no fue lo que encontré en esa isla. Fue que el juego me dejara quedarme. Nadie vino a buscarme. Ningún NPC apareció. La historia no avanzó. Y eso, en 2024, sería un bug. Pero en 2003, era una posibilidad.
Podría hablar de Twilight Princess. De los tramos como lobo. Del mundo que ves sin formar parte de él. De Midna y su melancolía sin explicación. Pero ya lo has oído antes. Así que prefiero hablarte de una habitación concreta de Luigi’s Mansion 3. No recuerdo el número. Ni el piso. Pero sí lo que había: una cesta de la ropa, una plancha vieja, un espejo y una ventana por la que no entraba nada. Ni luz. Ni aire. Ni esperanza.

No pasaba nada allí. Literalmente. Era una habitación de paso. Pero recuerdo que Luigi la cruzaba más despacio. Como si intuyera algo. Como si él también sintiera que ese cuarto había sido importante… para alguien que ya no estaba. Nintendo pone mucho esfuerzo en sus niveles. Pero a veces, lo que más pesa es lo que no sirve para nada. Una estancia sin función. Un hueco sin propósito. Y, sin embargo, ahí estás tú, mirando la pared. Esperando algo.
Breath of the Wild no es un juego sobre el fin del mundo. Es un juego sobre vivir en lo que queda después. No llegas a tiempo. No salvas a nadie. Solo exploras ruinas, recoges fragmentos y aprendes a estar en paz con lo que ya no está. Hay zonas enteras que no te esperan. No hay historia. Ni enemigo. Ni recompensa. Solo piedras, viento y preguntas. Y el juego no te interrumpe. No te corrige. Solo se abre. Como si supiera que a veces jugar también es quedarse quieto.
No hay muchas compañías que hagan esto. Que diseñen lo que no pasa. Que te dejen entrar en una habitación vacía sin lanzarte una alerta. Que te permitan perderte sin acelerar el paso. Que hagan del silencio una forma de compañía. La tristeza en los juegos de Nintendo no viene del guion. No viene de la música. Viene de lo que queda cuando no hay nada más que hacer. Del momento en que bajas el Joy-Con y simplemente… respiras.
Dentro de poco más de veinte días sale a la venta Switch 2. Ya sabemos cómo es. Ya la hemos visto. Ya se ha dicho casi todo. Y me parece bien. Me apetece. Pero también me gustaría que, entre tanto lanzamiento, tanta promesa, tanto mundo nuevo por recorrer… quedara sitio para una habitación vacía. Para una isla sin nombre. Para un rincón del mapa donde no haya nada que buscar. Solo estar.
Porque a veces, lo más importante que hace un juego no es entretenerte.
Ni emocionarte. Ni retarte.
A veces, lo más importante que hace un juego… es dejarte solo.
Y que eso, por algún motivo, te consuele.